“Esa gente llega al mismo sitio que nosotros,
nos alcanza, todo el mundo nos alcanza, no existe ir por delante, saben, nadie
va por delante, ni jóvenes, ni viejos, ni nadie, llegamos al mismo sitio, al
fin y al cabo...”
Yasmin Reza
Yo no creo en
dios, pero creo que las cosas por algo pasan. Y es por eso que estoy seguro que
alguien escribe nuestras vidas. Nada sucede gratuitamente, todo está pensado.
No hay casualidades. Las cosas más feas, las más lindas, las más extrañas y las
más banales pasan por algo. Ese escritor no ha de ser dios, pero debe ser un
demiurgo bastante astuto.
La gente poco
lúcida no lo entiende. Cierta vez ilustré a un descerebrado con un ejemplo de
mi invención, pero aprendí que no hay que cortejar intelectualmente a
cualquiera. Sí, por algo pasan las cosas. Os voy a repetir el ejemplo:
Supongamos que
un rey del billar quiere hacer cierto malabarismo circense. Entonces le pegará
a la bola blanca, pero en una dirección desconcertante, para que haga banda en
cuatro laterales antes de impactar en la primera bola que finalmente impactará
en otra, que describirá una rara figura en la mesa, antes de encestar. Sin
embargo, lo notable es que este malabarista no lograría su objetivo si tan solo
le errara por un milímetro en la primera banda que hace.
Lo mismo pasa
en la vida. Síganme los buenos:
Acaso esa
hermosa señorita que usted se cruzó en la calle, o aquel muchacho que usted,
señorita, se cruzó en el subte, sean casualidades. Concedámoslo por un momento.
Pero que sucede, si nace una historia en ese momento no va a tener a quien
agradecerle, salvo a la Fortuna, que es lo mismo que a nada. Pero se detiene a
pensar y a enriquecer la rutina pedorra que adornó sus horas previas. Entonces
cae en la cuenta. Al levantarse puteó porque no encontraba las medias y cae en
la cuenta que ese inconveniente fue necesario, absolutamente necesario para que
se encuentre con esa persona en la calle.
Y no solo eso, todas las contingencias de su vida, previa a ese momento,
incluso desde la cuna, fueron necesarias para que se encuentre con ese o esa en
ese lugar y en ese momento, momento preciso como el glorioso instante en el que
la bola ingresa a la cesta.
Caminaba por
Villa Adelina sin norte fijo cuando pasé junto a una verdulería. No me explico por qué, pero miré para
adentro, cosa que no suelo hacer. En primer plano vi papas y tomates; en
segundo plano vi… libros. Muchos libros.
Yo estaba
medio dormido— y soy el rey de los boludos—, así que menosprecié el dato que
los ojos me devolvían. No habré adelantado más de dos pasos cuando me alarmó lo que había visto. Di media
vuelta y me encontré de frente con el verdulero. El tipo me interrogó con la mirada. Le pregunté
si los libros estaban en venta. Me dijo que eran de él, ¡y que los prestaba! No
digerí sus palabras hasta varios minutos después, cuando había concretado la
absorción de una Heineken. “Este me estaba cargando, pensé, pero los libros
eran de verdad”. Relativamente ebrio, volví a la verdulería. Le pregunté si
tenía mango, porque a mi vieja le gustan los mangos. (No es una ironía.) El
tipo me contestó que sí, mientras yo pispiaba la pared del fondo, esa de los
libros. Como notó mi interés me dijo que mire tranquilo.
Me metí como
en una librería, a revolver los volúmenes. Estaba La historia de la locura de Foucault, junto a los ensayo de Sábato; una cantidad
importante de libros de psicología junto a Rayuela
de Cortázar; literatura contemporánea (varios de la serie Narrativas Contemporáneas de Alfaguara) junto a La
República de Platón. También, sobre las paredes, se distribuían profusamente pinturas famosas. Y, claro, todo esto junto a las manzanas y las peras
(y los mangos, que había, y muy ricos.)
Me puse a
hablar con Gabriel, el dueño del local. Fue una de esas charlas que uno
quisiera tener siempre: amena, inteligente, lunfarda, pícara, reveladora: sin
desperdicio. Lo notable es que no había ningún misterio, a él y a la mujer (que
es psicóloga) les gusta leer mientras los clientes no entran. Gabriel
particularmente es fanático de la narrativa. Fueron acumulando libros sin
querer, y de allí a los anaqueles hay un solo paso. Decidieron finalmente
prestar los libros a los clientes del barrio.
Pero yo—le
confesé—no soy del barrio. Me costó más convencerlo de eso a él que a él
convencerme a mí de porqué tenía una verdulería-librería. A fuerza de verdad,
debo decir que Gabriel me dejaba llevar cualquier libro, y que era yo el que me
sentía culpable de ser forastero. Finalmente agarré En el
trineo de Schopenhauer, de Yasmina
Reza, una novela que me va a dejar el último capítulo en la memoria, de corte muy dostoievskano, pero que tal vez no debería haber leído en mi vida, salvo si
pasaba por la verdulería de Gabriel.
Y alguno
quizás se pregunte qué carajo hacía yo en Villa Adelina. Nada, me bajé del tren
para tomar una cerveza en un lugar ajeno. Un chino no tenía Heineken, y seguí
mi camino con esa prosaica idea de tomar una cerveza. Y ahí estaba Gabriel y su
negocio de Avenida de Mayo 1416. Si, así se encuentran los buenos
momentos. Sin casualidad. Amén.
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