lunes, 10 de febrero de 2014

Los libros de una verdulería


Esa gente llega al mismo sitio que nosotros, nos alcanza, todo el mundo nos alcanza, no existe ir por delante, saben, nadie va por delante, ni jóvenes, ni viejos, ni nadie, llegamos al mismo sitio, al fin y al cabo...”

Yasmin Reza

                                                                                             

Yo no creo en dios, pero creo que las cosas por algo pasan. Y es por eso que estoy seguro que alguien escribe nuestras vidas. Nada sucede gratuitamente, todo está pensado. No hay casualidades. Las cosas más feas, las más lindas, las más extrañas y las más banales pasan por algo. Ese escritor no ha de ser dios, pero debe ser un demiurgo bastante astuto.

La gente poco lúcida no lo entiende. Cierta vez ilustré a un descerebrado con un ejemplo de mi invención, pero aprendí que no hay que cortejar intelectualmente a cualquiera. Sí, por algo pasan las cosas. Os voy a repetir el ejemplo:

Supongamos que un rey del billar quiere hacer cierto malabarismo circense. Entonces le pegará a la bola blanca, pero en una dirección desconcertante, para que haga banda en cuatro laterales antes de impactar en la primera bola que finalmente impactará en otra, que describirá una rara figura en la mesa, antes de encestar. Sin embargo, lo notable es que este malabarista no lograría su objetivo si tan solo le errara por un milímetro en la primera banda que hace.

Lo mismo pasa en la vida. Síganme los buenos:

Acaso esa hermosa señorita que usted se cruzó en la calle, o aquel muchacho que usted, señorita, se cruzó en el subte, sean casualidades. Concedámoslo por un momento. Pero que sucede, si nace una historia en ese momento no va a tener a quien agradecerle, salvo a la Fortuna, que es lo mismo que a nada. Pero se detiene a pensar y a enriquecer la rutina pedorra que adornó sus horas previas. Entonces cae en la cuenta. Al levantarse puteó porque no encontraba las medias y cae en la cuenta que ese inconveniente fue necesario, absolutamente necesario para que se encuentre con esa persona en la calle.  Y no solo eso, todas las contingencias de su vida, previa a ese momento, incluso desde la cuna, fueron necesarias para que se encuentre con ese o esa en ese lugar y en ese momento, momento preciso como el glorioso instante en el que la bola ingresa a la cesta.

Caminaba por Villa Adelina sin norte fijo cuando pasé junto a una verdulería.  No me explico por qué, pero miré para adentro, cosa que no suelo hacer. En primer plano vi papas y tomates; en segundo plano vi… libros. Muchos libros.

Yo estaba medio dormido— y soy el rey de los boludos—, así que menosprecié el dato que los ojos me devolvían. No habré adelantado más de dos pasos  cuando me alarmó lo que había visto. Di media vuelta y me encontré de frente con el verdulero.  El tipo me interrogó con la mirada. Le pregunté si los libros estaban en venta. Me dijo que eran de él, ¡y que los prestaba! No digerí sus palabras hasta varios minutos después, cuando había concretado la absorción de una Heineken. “Este me estaba cargando, pensé, pero los libros eran de verdad”. Relativamente ebrio, volví a la verdulería. Le pregunté si tenía mango, porque a mi vieja le gustan los mangos. (No es una ironía.) El tipo me contestó que sí, mientras yo pispiaba la pared del fondo, esa de los libros. Como notó mi interés me dijo que mire tranquilo.

Me metí como en una librería, a revolver los volúmenes. Estaba La historia de la locura de Foucault,  junto a los ensayo de Sábato; una cantidad importante de libros de psicología junto a Rayuela de Cortázar; literatura contemporánea (varios de la serie Narrativas Contemporáneas de Alfaguara)  junto a La República de Platón. También, sobre las paredes, se distribuían profusamente pinturas famosas. Y, claro, todo esto junto a las manzanas y las peras (y los mangos, que había, y muy ricos.)

Me puse a hablar con Gabriel, el dueño del local. Fue una de esas charlas que uno quisiera tener siempre: amena, inteligente, lunfarda, pícara, reveladora: sin desperdicio. Lo notable es que no había ningún misterio, a él y a la mujer (que es psicóloga) les gusta leer mientras los clientes no entran. Gabriel particularmente es fanático de la narrativa. Fueron acumulando libros sin querer, y de allí a los anaqueles hay un solo paso. Decidieron finalmente prestar los libros a los clientes del barrio.

Pero yo—le confesé—no soy del barrio. Me costó más convencerlo de eso a él que a él convencerme a mí de porqué tenía una verdulería-librería. A fuerza de verdad, debo decir que Gabriel me dejaba llevar cualquier libro, y que era yo el que me sentía culpable de ser forastero. Finalmente agarré  En el trineo de Schopenhauer,  de Yasmina Reza, una novela que me va a dejar el último capítulo en la memoria, de corte muy dostoievskano,  pero que tal vez  no debería haber leído en mi vida, salvo si pasaba por la verdulería de Gabriel.

Y alguno quizás se pregunte qué carajo hacía yo en Villa Adelina. Nada, me bajé del tren para tomar una cerveza en un lugar ajeno. Un chino no tenía Heineken, y seguí mi camino con esa prosaica idea de tomar una cerveza. Y ahí estaba Gabriel y su negocio de Avenida de Mayo 1416. Si, así se encuentran los buenos momentos.  Sin casualidad. Amén.

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