miércoles, 26 de febrero de 2014

Manderlay


                                                         Manderlay

           
Cierta vez le pregunté a Oscar Blanco, titular de varias cátedras en la carrera de letras de la UBA, mezcla de chanta e intelectual, por qué no le gustaba Titanic, una de las películas más profundas de los últimos tiempos. La respuesta fue como hundir la película en los abismos de la crítica: “odio cuando se basan en un hecho real. Eso lo hacen para que la gente salga del cine diciendo que ha aprendido algo, como si las personas sólo pudieran aprender de la realidad y la realidad sólo estuviera ahí para ser aprendida.”[i] Oscar, creo, nunca ha visto Titanic. Es de esos tipos que confían más en su inteligencia que en los hechos concretos y que tienen un profundo desprecio por las mayorías. Si la película no hubiese sido un éxito, mi amigo Blanco hubiese pagado hasta lo que no tiene por verla, y hasta por elogiarla.

            Recordé sus palabras cuando me senté a ver 12 años de esclavitud, esta película que está nominada a multitud de premios. No es un mal film y uno no se llega a dormir, pero deja mucho que desear. Uno desearía que sea menos aburrida, menos inocente, menos obvia, al menos si pretende aspirar legítimamente a un galardón sin sentir culpa por ello. Blanco diría que mediante la cinta la muchedumbre aprende que la esclavitud es una cagada, que es una gran injusticia, que siempre hubo gente mala y gente buena, y que los débiles siempre son moralmente más justos que los fuertes. Yo suscribiría todas estas palabras que el doctor Blanco nunca dijo, pero que estoy seguro que las diría. Y agregaría más: la película tiene esa cuota de sadismo imprescindible para el mediopelo yanqui, muy al estilo de La Pasión de Cristo de Mel Gibson,  y con unas tres o cuatro escenas pretenciosas hasta lo intolerable.

            No obstante lo cual, lo más dañino del film es esa moralina insoportable que demuestra  que hay muchísimos dormidos que van al cine a darse una ducha de obviedades. No me sorprende: las personas son conservadoras y aman escuchar lo que piensan; y las compañías cinematográficas son conservadoras y aman decirles a las personas lo que quieren escuchar. Y todos contentos.

            Por eso me vi empujado moralmente a rescatar Manderlay en este escrito, ese film genial del grosso de Lars Von Trier.

            Manderlay (2006), no es otra película sobre la esclavitud donde los blancos son malos, los negros son buenos y el espectador es un idiota irrecuperable. Lars von Trier nunca ha subestimado al público, y es por eso mismo que molesta tanto. Ya en otro momento he escrito sobre él, y no es mi intención aburrirlos, pero aún me siguen sorprendiendo las críticas que le deparan, siempre llenas de prejuicios y sin ningún tipo de apertura para al menos intentar comprenderlas. Un solo minuto de Manderlay tiene más profundidad que  12 años de esclavitud.

            A Lars se lo tildo recurrentemente de misógino (por todas sus películas), de misántropo (por casi todas), racista (por esta y por Europa), clasista (por Dogville y Melancolía), discriminador de los oligofrénicos (por Los Idiotas), adulador del idiotismo (por Contra viento y marea) A veces sospecho que hacen la gran Oscar: no las ven, pero opinan.

 Os voy a ofrecer una parábola para ilustrar el porqué creo que es tan incomprendido.  Malena Pichot, brillante comediante telúrica, es tachada repetidas veces de machista, aunque es una activa feminista. Malena suele criticar despiadadamente a las mujeres más que a los varones, porque considera—yo creo que con justicia—que son las mejores defensoras del status quo. Entonces Malena, cuando encuentra una señorita que le dice que se ha olvidado de lavar los calzoncillos de su marido, ante semejante cosa, se indigna y responde: “Andá a lavar los platos.” Finalmente, esta mujer, que sale presurosa a lavar lo ajeno antes que la caguen a trompadas, termina propagando a los cuatro vientos que Malena es una machista, con el agravante de que es mujer.

Bueh, algo de esto le pasa a Lars. Es un incomprendido (y aunque somos muchos sus admiradores, sin dudas no dejamos de ser un ghetto.)

Manderlay  nos habla del poder, de su ejercicio, de la posibilidad de no ejercerlo, de las consecuencias de ambas cosas, de la futilidad eventual de la democracia, de la hipocresía, de la ingenuidad, de los prejuicios y de muchas cosas más, y todo con gran riqueza. Siendo la continuación de Dogville se ha dicho repetidas veces que es “más de lo mismo”, aunque yo nunca entendí ese aserto. Manderlay es filosóficamente más explícita e invierte muchas de las cosas de su genial predecesora. Por dar sólo un ejemplo, la premisa de la Grace de Dogville es “¿me gustaría hacer algo por ustedes?”, en cambio la Grace de Manderlay dice “Yo voy a hacer algo por ustedes, aunque ustedes no lo quieran.” Además, la lección moral en la primera la da Grace (Nicole Kidman) sobre el pueblo, montada sobre el maravilloso discurso de James Caan, que interpreta a su padre,  y en este caso la da el pueblo, por medio de ese negro que interpreta Danny Glover, que es una especie de poder en las sombras, sobre Grace (Dallas Howard.) Sin embargo, ambas son incomprendidas en un punto capital: su humor. Básicamente, el humor de las dos descansa en la reducción al absurdo.

No voy a cometer el error de hace años cuando escribí sobre Dogville. El error consistió en analizar la película hasta en sus vericuetos más inabordables. Hoy he madurado. Les dejo la película y, por si alguno tiene estómago, mi viejo escrito sobre aquella película. Oscar no lo va a leer, él de seguro ya sacó sus propias conclusiones.
Peli:
Lo otro:

           




[i] En realidad la memoria me desdibuja un poco las palabras del señor Blanco, de modo que la frase puede ser más mía que de él (o sea, que el recuerdo puede ser más mío que suyo.)

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