Jesús en su laberinto
“Hay
una autoridad tiránica, que puede condenarte por crímenes del pensamiento
mientras duermes, que puede someterte a una vigilancia absoluta, cada minuto,
antes que nacieras, después de tu muerte. Es una Corea del Norte celestial. ¿Quién desea tan espantoso destino? Tienen a
un hombre viejo, casi muerto como presidente. Su hijo detenta el poder en
nombre de su padre. Es una mierda vivir allí. Pero al menos puedes dejar Corea
del Norte una vez que te hayas muerto. El cristianismo no te deja nunca.” (Christopher
Hitchens)
La culpa es, en último término, un
problema de identidad. Somos individuos, o sea, indivisibles, al menos mientras
no aparece la culpa. Esta nos divide el espíritu en dos, nos obliga a vernos en
un espejo que nos desagrada. Cuando tenemos culpa hay una parte de nosotros que
negamos. El espejo se nos viene encima y el vidrio, partido en mil pedazos, nos
puede hacer sangrar el alma.
La culpa consiste básicamente en una
división interna entre lo que debemos
hacer y lo que queremos hacer. Se da
cuando se presenta una situación que no admite ambos términos de la ecuación.
Supongamos que tenemos una novia que queremos dejar pero que justo acaba de
perder al padre. Entonces, lo que deberíamos hacer es quedarnos con ella hasta
que el duelo haya pasado. Ahora bien, si la dejamos sentiremos culpa por no haber
hecho lo que debíamos hacer. Si no la dejamos sentiremos culpa por no haber
hecho lo que queríamos. Lo trágico de este sentimiento es que no importa lo que
elijas, no importa lo que hagas, vas a sentir culpa igual.
Sin embargo, si la culpa no es
patológica, se cura con el tiempo. La primera instancia para su superación es
el remordimiento. La segunda es la reparación. Ambas instancias están
relacionadas con la responsabilidad. La persona que maneja su culpa es, en
definitiva, aquella que se hace responsable de sus actos. (Y sólo de sus actos,
no de los actos ajenos que no está en su poder controlar.)
No obstante lo cual, la culpa puede
presentarse patológica, y lleva a lo que los psicólogos llaman “el ciclo de la
culpa”. Para que se entienda mejor voy a presentarlo en forma de parábola.
Julio se pelea con su padre el día en que su padre acaba de perder a su querido
hermano. Hace lo que quiere, no lo que debe. Pero no lo hace cabalmente.
Digamos que no se pelea con el papá definitivamente. Vive con él, pero se va a
vivir con la madre. Ya en la casa de la madre no puede soportar el dolor por
sentirse culpable de haber dejado a su padre. Entonces, bajo una excusa pueril,
se pelea con su madre, echándole la culpa veladamente por haberse peleado con
su padre. Entonces Julio vuelve a la casa de su padre. Se peleará en algún
momento con su padre por el sentimiento de culpa que ahora tiene con su madre,
y volverá a casa de ella para luego… Y así ad
infinitum. Julio no puede cerrar su
culpa y, en consecuencia, lleva una mochila que no le permite caminar la vida
con tranquilidad. Lo peor es que Julio lo sabe, sabe que su futuro es circular
y también sabe que no puede evitar reescribir su historia una y otra vez de la
misma manera. Ha caído en un laberinto.
¿Pero a qué nos referimos cuando
decimos “hacer lo que queremos” y “hacer lo que debemos"? Hacemos lo que
queremos cuando seguimos nuestros impulsos más íntimos. Hacemos lo que debemos
cuando seguimos lo que la sociedad nos ha impuesto desde muy temprana edad. Entonces
para ver cuál es el germen de la culpa en nuestra sociedad greco-judeocristiana
debemos (y queremos) poner la lupa en esos textos escritos en griego que
llamamos Evangelios.
Jesús vino a la tierra para redimir
nuestros pecados. Pero lo hizo como chivo expiatorio, como sublimación de una
culpa colectiva. En efecto, la novedad que trae el cristianismo es el cambio de
un chivo por un humano. Antes del cristianismo— y después también—el sacrificio
de un animal era la forma de exculpar una sociedad. Por supuesto, también se
realizaban sacrificios humanos como forma de aplacar la furia divina ante nuestros errores. Un mandamiento nos dice
“no matarás”. La novedad del cristianismo es que dios sacrifica a su
propio hijo para sanar nuestras culpas.
Jesús murió por nosotros, para
liberarnos. Pero Jesús es dios, consustancial al Padre, es dios hecho hombre.
¿Es dios dividiéndose entre lo que quiere ser y lo que debe ser? ¿Carga una
mochila? Jesús anuncia en el evangelio de Marcos por tres veces que el hijo de
dios será muerto en la cruz y que así
deberá ser. En el apócrifo de Judas, que tan bien recrea Borges, Judas va más allá, porque sabe que
debe cumplir con el plan de dios y se lleva la culpa más grande: la del buchón.
Además, evidentemente dios tejió un plan circular porque está escrito que Jesús
va a volver para luego reencontrarse una vez más con su padre. Las disputas
cristológicas del siglo IV, que llevaron a la condena como herejes a tantos que
negaban la trinidad, tuvo acaso que ver con la culpa, porque si el hijo de dios
es plenamente humano, tendríamos que sacrificar a otro dios para exculpar al
nuestro.
¿Qué es lo que quiere este Padre
macabro que te obliga a volver con él una vez que tu vida se ha esfumado? ¿Qué
es lo que debería hacer este Padre que te abandona en la cruz?
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