lunes, 21 de julio de 2014

Jesús en su laberinto




Jesús en su laberinto
Hay una autoridad tiránica, que puede condenarte por crímenes del pensamiento mientras duermes, que puede someterte a una vigilancia absoluta, cada minuto, antes que nacieras, después de tu muerte. Es una Corea del Norte celestial.  ¿Quién desea tan espantoso destino? Tienen a un hombre viejo, casi muerto como presidente. Su hijo detenta el poder en nombre de su padre. Es una mierda vivir allí. Pero al menos puedes dejar Corea del Norte una vez que te hayas muerto. El cristianismo no te deja nunca.” (Christopher Hitchens)




La culpa es, en último término, un problema de identidad. Somos individuos, o sea, indivisibles, al menos mientras no aparece la culpa. Esta nos divide el espíritu en dos, nos obliga a vernos en un espejo que nos desagrada. Cuando tenemos culpa hay una parte de nosotros que negamos. El espejo se nos viene encima y el vidrio, partido en mil pedazos, nos puede hacer sangrar el alma. 
La culpa consiste básicamente en una división interna entre lo que debemos hacer y lo que queremos hacer. Se da cuando se presenta una situación que no admite ambos términos de la ecuación. Supongamos que tenemos una novia que queremos dejar pero que justo acaba de perder al padre. Entonces, lo que deberíamos hacer es quedarnos con ella hasta que el duelo haya pasado. Ahora bien, si la dejamos sentiremos culpa por no haber hecho lo que debíamos hacer. Si no la dejamos sentiremos culpa por no haber hecho lo que queríamos. Lo trágico de este sentimiento es que no importa lo que elijas, no importa lo que hagas, vas a sentir culpa igual.
Sin embargo, si la culpa no es patológica, se cura con el tiempo. La primera instancia para su superación es el remordimiento. La segunda es la reparación. Ambas instancias están relacionadas con la responsabilidad. La persona que maneja su culpa es, en definitiva, aquella que se hace responsable de sus actos. (Y sólo de sus actos, no de los actos ajenos que no está en su poder controlar.)
No obstante lo cual, la culpa puede presentarse patológica, y lleva a lo que los psicólogos llaman “el ciclo de la culpa”. Para que se entienda mejor voy a presentarlo en forma de parábola. Julio se pelea con su padre el día en que su padre acaba de perder a su querido hermano. Hace lo que quiere, no lo que debe. Pero no lo hace cabalmente. Digamos que no se pelea con el papá definitivamente. Vive con él, pero se va a vivir con la madre. Ya en la casa de la madre no puede soportar el dolor por sentirse culpable de haber dejado a su padre. Entonces, bajo una excusa pueril, se pelea con su madre, echándole la culpa veladamente por haberse peleado con su padre. Entonces Julio vuelve a la casa de su padre. Se peleará en algún momento con su padre por el sentimiento de culpa que ahora tiene con su madre, y volverá a casa de ella para luego… Y así ad infinitum. Julio no puede cerrar su culpa y, en consecuencia, lleva una mochila que no le permite caminar la vida con tranquilidad. Lo peor es que Julio lo sabe, sabe que su futuro es circular y también sabe que no puede evitar reescribir su historia una y otra vez de la misma manera. Ha caído en un laberinto.
¿Pero a qué nos referimos cuando decimos “hacer lo que queremos” y “hacer lo que debemos"? Hacemos lo que queremos cuando seguimos nuestros impulsos más íntimos. Hacemos lo que debemos cuando seguimos lo que la sociedad nos ha impuesto desde muy temprana edad. Entonces para ver cuál es el germen de la culpa en nuestra sociedad greco-judeocristiana debemos (y queremos) poner la lupa en esos textos escritos en griego que llamamos Evangelios.
Jesús vino a la tierra para redimir nuestros pecados. Pero lo hizo como chivo expiatorio, como sublimación de una culpa colectiva. En efecto, la novedad que trae el cristianismo es el cambio de un chivo por un humano. Antes del cristianismo— y después también—el sacrificio de un animal era la forma de exculpar una sociedad. Por supuesto, también se realizaban sacrificios humanos como forma de aplacar la furia divina ante nuestros errores. Un mandamiento nos dice  “no matarás”. La novedad del cristianismo es que dios sacrifica a su propio hijo para sanar nuestras culpas.
Jesús murió por nosotros, para liberarnos. Pero Jesús es dios, consustancial al Padre, es dios hecho hombre. ¿Es dios dividiéndose entre lo que quiere ser y lo que debe ser? ¿Carga una mochila? Jesús anuncia en el evangelio de Marcos por tres veces que el hijo de dios  será muerto en la cruz y que así deberá ser. En el apócrifo de Judas, que tan bien recrea  Borges, Judas va más allá, porque sabe que debe cumplir con el plan de dios y se lleva la culpa más grande: la del buchón. Además, evidentemente dios tejió un plan circular porque está escrito que Jesús va a volver para luego reencontrarse una vez más con su padre. Las disputas cristológicas del siglo IV, que llevaron a la condena como herejes a tantos que negaban la trinidad, tuvo acaso que ver con la culpa, porque si el hijo de dios es plenamente humano, tendríamos que sacrificar a otro dios para exculpar al nuestro.
¿Qué es lo que quiere este Padre macabro que te obliga a volver con él una vez que tu vida se ha esfumado? ¿Qué es lo que debería hacer este Padre que te abandona en la cruz?

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