lunes, 21 de julio de 2014

Soy un discapacitado


Soy un discapacitado.
Daniel Goleman se hizo famoso por escribir La inteligencia emocional, un libro muy bien  "cosido" que ya es un clásico. Lo que Goleman hace es decirnos que los que triunfan en  la vida son aquellos que tienen un equilibrio emocional, eso que él llama inteligencia (eso que yo no tengo.) Sostiene que  lo racional no está enteramente divorciado de la emocional, lo cual debería ser obvio, pero olvidamos con demasiada frecuencia, y apunta ciertas características que debe tener una persona emocionalmente sana para triunfar en la vida, a saber:
1.      Capacidad de sobreponerse  a las frustraciones.
2.      Capacidad de diferir la satisfacción de las propias inclinaciones.
3.      Capacidad de autogobernar las emociones.
4.      Capacidad de contener la ansiedad.
Claro. Luego de leer esto me sentí un discapacitado. Para colmo, recordé una anécdota que viví con mi tío cuando niño. Viajábamos una vez por mes al cementerio de la Chacarita.  Allí, junto a varios millones, descansa mi abuela. Tomábamos el ferrocarril Urquiza. Para mí era un paseo. Siempre aparecía en el viaje el mismo vendedor de baratijas; un “Dos por uno”, como los llamaba mi tío. Era afecto a la bebida, y su relación con el alcohol era mala, porque se dejaba ver que no tenía tolerancia etílica. No pocas veces lo hemos visto caerse sobre los pasajeros cuando el tren daba una curva. Sin embargo, siempre se mostraba alegre, ya sea sobrio o en pedo. Un buen día lo vimos vendiendo lo de siempre, pero sin las piernas. No se lo veía afligido, y si estaba tomado era sólo por la costumbre. Se había caído del tren haciendo su trabajo y, ya restablecido, volvía a lo suyo. Alguien le había proporcionado una silla con ruedas y parecía dominarla a la perfección en muy poco tiempo. No pasó arriba de un año cuando lo encontramos en la puerta del cementerio. Ya no vendía nada. Una cajita sobre la silla, sobre el lugar que deberían haber ocupado sus piernas, invitaba a colocar una propina. Mi tío dejó lo suyo y notó que eran muchos los que dejaban. El señor—nunca supe su nombre—sonrió. Entramos al cementerio. Mi tío, que visitaba la necrópolis con regularidad por una promesa hecha a mi abuela en el último momento, me propuso un desafío: “Si estuviera en tu poder tirar todas estas tumbas a la mierda para que este tipo recupere sus piernas, ¿lo harías?” Sí, respondí. “¿Incluso la tumba de la abuela?” Dudé y luego confirmé. Mi tío aprobó con un gesto amargo. Fue la última visita que hicimos al cementerio, juntos.
Crecí y por otro muerto me tuve que acercar a la Chacharita. A mi abuelo le había hecho promesas, pero solo por corresponderle, así que me ahorré de volver luego del último adiós. Noté que en la puerta no estaba el tipo aquel. Habían pasado más de diez años. Pensé que si lo enterraron con seguridad estaba ahí mismo. Me sorprendí de que él, como mi tío y como yo, como mi abuelo y como el resto de la humanidad, de alguna manera todos viajamos al cementerio, trabajando, superando contratiempos, paseando, descubriendo y bajándonos del tren cuando llega el final.
La muerte de mi abuelo y este pensamiento me fulminó por varios días. De haber tenido la posibilidad de tirar todas esas tumbas a la basura no me hubiera sentido mejor. Estoy seguro que el de la silla de ruedas era superior a mí, porque él se hubiera tomado un par de copas y se hubiera puesto a caminar la vida sin que las emociones lo degraden.



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