Soy un discapacitado.
Daniel Goleman se hizo famoso por
escribir La inteligencia emocional,
un libro muy bien "cosido" que ya es un clásico. Lo que Goleman hace es decirnos
que los que triunfan en la vida son
aquellos que tienen un equilibrio emocional, eso que él llama inteligencia (eso
que yo no tengo.) Sostiene que lo
racional no está enteramente divorciado de la emocional, lo cual debería ser
obvio, pero olvidamos con demasiada frecuencia, y apunta ciertas características
que debe tener una persona emocionalmente sana para triunfar en la vida, a
saber:
1. Capacidad de sobreponerse a las frustraciones.
2. Capacidad de diferir la satisfacción
de las propias inclinaciones.
3. Capacidad de autogobernar las
emociones.
4. Capacidad de contener la ansiedad.
Claro. Luego de leer esto me sentí un
discapacitado. Para colmo, recordé una anécdota que viví con mi tío cuando
niño. Viajábamos una vez por mes al cementerio de la Chacarita. Allí, junto a varios millones, descansa mi
abuela. Tomábamos el ferrocarril Urquiza. Para mí era un paseo. Siempre
aparecía en el viaje el mismo vendedor de baratijas; un “Dos por uno”, como los
llamaba mi tío. Era afecto a la bebida, y su relación con el alcohol era mala,
porque se dejaba ver que no tenía tolerancia etílica. No pocas veces lo hemos
visto caerse sobre los pasajeros cuando el tren daba una curva. Sin embargo,
siempre se mostraba alegre, ya sea sobrio o en pedo. Un buen día lo vimos
vendiendo lo de siempre, pero sin las piernas. No se lo veía afligido, y si
estaba tomado era sólo por la costumbre. Se había caído del tren haciendo su
trabajo y, ya restablecido, volvía a lo suyo. Alguien le había proporcionado
una silla con ruedas y parecía dominarla a la perfección en muy poco tiempo. No
pasó arriba de un año cuando lo encontramos en la puerta del cementerio. Ya no
vendía nada. Una cajita sobre la silla, sobre el lugar que deberían haber
ocupado sus piernas, invitaba a colocar una propina. Mi tío dejó lo suyo y notó
que eran muchos los que dejaban. El señor—nunca supe su nombre—sonrió. Entramos
al cementerio. Mi tío, que visitaba la necrópolis con regularidad por una
promesa hecha a mi abuela en el último momento, me propuso un desafío: “Si
estuviera en tu poder tirar todas estas tumbas a la mierda para que este tipo
recupere sus piernas, ¿lo harías?” Sí, respondí. “¿Incluso la tumba de la
abuela?” Dudé y luego confirmé. Mi tío aprobó con un gesto amargo. Fue la
última visita que hicimos al cementerio, juntos.
Crecí y por otro muerto me tuve que
acercar a la Chacharita. A mi abuelo le había hecho promesas, pero solo por
corresponderle, así que me ahorré de volver luego del último adiós. Noté que en
la puerta no estaba el tipo aquel. Habían pasado más de diez años. Pensé que si
lo enterraron con seguridad estaba ahí mismo. Me sorprendí de que él, como mi
tío y como yo, como mi abuelo y como el resto de la humanidad, de alguna manera
todos viajamos al cementerio, trabajando, superando contratiempos, paseando,
descubriendo y bajándonos del tren cuando llega el final.
La muerte de mi abuelo y este
pensamiento me fulminó por varios días. De haber tenido la posibilidad de tirar
todas esas tumbas a la basura no me hubiera sentido mejor. Estoy seguro que el
de la silla de ruedas era superior a mí, porque él se hubiera tomado un par de
copas y se hubiera puesto a caminar la vida sin que las emociones lo degraden.
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