lunes, 31 de octubre de 2011

Bombas en el Paraíso (Cuento historico)

Bombas en el Paraíso

Manón se va a vivir con su novio y amado. Pactan sus corazones en París, como es ley. Son felices. La ciudad no es tan luminosa como la esperaba ella, pero ni siquiera eso puede empañar el bello momento en que dos sexos se provocan, se compenetran, y como no tienen la suerte de ser mudos, se comprometen. Como todo lo hacen de a dos, cuando él escribe una carta a su padre ella no tiene mejor idea que leerla a dúo.
María está en la platea, rodeada de una mayoría de hembras jóvenes, a poca distancia de Rosina Storchio, que hoy se viste de Manón, y entiende perfectamente el francés. Pero por esas cosas de la ópera hoy se la representa en italiano, acaso porque es el idioma materno de los protagonistas. No importa: María entiende perfectamente el italiano. En la vida vulgar los italianos son la vulgaridad misma. Anarquistas algunos, feos sucios y malos los más. Llevan años invadiendo la amada patria Argentina, y es de temer que terminen por ser un poco italianos los mismos argentinos. No obstante, arriba del escenario ese asqueroso residuo del latín, pasado por los pulmones de Giussepe Anselmo— que hoy se viste de novio— se transforma en una cadena de Dantes.
María ha llegado al teatro Colón en automóvil. En la ciudad hay sólo ocho de estos modernos transportes. Mamá Silvia ha traído uno de París. Además de tener fortuna es una afortunada. La demanda de los coches es enorme y su producción, exigua. A María nada de estas novedades la seducen. Estos rodados no tienen techo, no tienen paredes, y su sofisticada ropa ha sufrido la inclemencia del viento que invadía por los cuatro costados. Mamá Silvia quería lucirse ante la gente de bien, todos amigos de la familia, así como del gobierno y de cualquier ópera que se represente en el primer teatro nacional. Pero tristemente la noche llevó cinco de los ocho autos en existencia a las puertas del Colón. Según parece todos pensaron de forma parecida a mamá Silvia.
María ahora ha olvidado esos cánceres. Ahora es consumida por el amor cantado en italiano. Atrás quedaron esas charlas interfamiliares en las que—María no se explica por qué—todos se tratan de ¨tu¨ olvidando el porteño voceo. Ahora el Bello novio de Manón eleva su canto. Giussepe Anselmo la tiene grande. Está compartiendo la lectura de la carta que ha escrito a su padre junto con su amada. Su registro es de tenor. No es un barítono. No es un castradito de esos que a mamá Silvia y a sus victorianas y castradísimas costumbres le gustan tanto.
Pero no todo es alta moda en el teatro. En las gradas superiores, esas que quizás por la altura se denominan  ¨paraíso¨- aunque la Biblia deje bien en claro que el paraíso se encuentra en el este - está parada la gente pobre, los melómanos sin plata. Son anónimos. Muchos van porque es una forma de retornar a Italia. Quizás sea el único sector del teatro que esta mayormente compuesto por varones. Y se aburren.
La gran mayoría de la concurrencia se aburre: ricos y pobres; mujeres y varones. Todos omiten que de una u otra forma la presencia en las gradas en más un evento social que una necesidad de música. Adictos al mundillo de la ópera como María hay pocos, y cuando en la previa  enfilan el diálogo hacia ese mundo son odiados y odiadas. Casi todos bostezan. El tedio es abrasador.
El novio está leyendo la carta junto con su Julieta. Hace interminables diez minutos que leen lo mismo.

“Se llama manón y tiene dieciséis años.
En ella todo seduce; la belleza la juventud, la gracia.” Y…

La bomba saca provecho de la excelente acústica del recinto. Muchos tímpanos se rompen. Todos abandonan el decoro y se apuran por ganar la puerta más próxima. Los que peor la tienen son los del paraíso. Tienen que franquear varios pisos antes de llegar a la calle. Los que en la platea estaban en torno al explosivo quedan entre muertos y vivos, con las pieles quemadas, con los vestidos raídos.  El elegante caballero de fina estampa pisotea a la institutriz de los Anchorena. La hija de los Menéndez usa los puños, por primera vez. La madre del ministro se olvida de su hijo. La escena es muy parecida a la que dos años después nos ofrece el Titanic: salvo que en este caso los pobres están arriba y los ricos abajo, quizás porque es un teatro y no es un barco.
Cuando se dan estos estruendos es normal que la gente reaccione por instinto. La mayoría de la platea – por lo menos aquella mayoría que aún esta en condiciones de pensar algo – mira para arriba. A nadie se le ocurre que la bomba pudo haber sido puesta debajo de una butaca. Están convencidos de que alguien la arrojó. Y los que mejor puntería tienen son los del paraíso: sin dudas. Mamá Silvia y su hija María piden que se haga uso de la ley de residencia, que se devuelva a sus países de origen a los terroristas. Hay que hacerles conocer lo que es una frontera a esos anarquistas que no creen en ellas. La policía responde a la gente de bien bloqueando la salida del Paraíso. Lo hace a machete limpio. Todos son arrestados y llevados a una comisaría. Son interrogados. Es la típica pregunta falaz. “¿Desde cuando es anarquista?”, preguntan.
(Hay quienes dicen que los agresores no fueron ácratas, sino estetas desesperados por  evitar esa parte en que el novio se viste de cura para no acostarse con su princesa, que es una escena realmente lamentable.)
Mamá Silvia vuelve al auto. Esta un poco chamuscada y finge un desmayo, un elegante desmayo, como para que todos reparen en su auto. Íntimamente está contenta: han suspendido la función, se lleva una anécdota inestimable y la certeza de que la tendrá que contar muchas veces. Maria esta a su lado, preocupada. Todos tenemos la muerte asegurada—piensa—pero al paraíso solo suben los pobres, y lo hacen con bombas. No importa, en la comisaría se arreglan estas cosas.

                                                                                                                 Octubre de 2oo8

No hay comentarios:

Publicar un comentario