domingo, 30 de octubre de 2011

Prologo a La Luz en la cuchara, de Adrian Fernandez

PROLOGO

El poema de Fernández es descriptivo, por momentos detallista, pero de un mundo ajeno, que el autor esta empeñado en transmitir, pero que no puede precisar por la misma naturaleza de ese mundo. A su vez, en lugar de entender esto como una carencia, Adrián encuentra en esa orfandad de precisión un íntimo deleite, incluso la plenitud. Y nos convence.
La Luz… es un intento por manifestar lo que existe de modo latente, algo que vive y se desvive acechando lo real sin llegar jamás a realizarse. Solo la iluminación de algunos elegidos puede sondear esos signos que insinúan el revés de la cotidiana realidad. Y el esfuerzo para tal fin no es de tipo racional.
Por eso mismo, encarar la lectura de este texto con el aparato lógico encendido no es aconsejable. En ese otro mundo—que no es otra cosa que este mismo pero mirado desde otro lado— el tiempo, por ejemplo, se presenta de otra manera: lo estático se mueve y lo dinámico se detiene. Se pretende subvertir el orden imperante de las cosas de modo persistente.
Y en esa persistencia se logra la coherencia del poema sin el concurso de la lógica. Y también algo más: la música.  Como serpientes encantadas, de pronto hay algo que nos fascina.  Un discurso de tipo fragmentario que progresivamente muestra una forma, sólida, deliberada, y que nos invita a una relectura. Hay una fatalidad exquisita en el poema que nos arroja a un ámbito extraño, quizás meramente el de la propia sensibilidad del artista. Y con eso ya digo mucho.
Símbolos que remiten a otros símbolos, a veces sugeridos, a veces implícitos. Verbigracia  el caracol, donde se dan cita el espiral, el sendero sinuoso que marca su andar, su pétrea armadura y su blando cuerpo. Son símbolos que retornan una y otra vez, modificados: el sendero es sombra que se hecha en un horizonte, el espiral es órbita quebrada. Las menciones vuelven recurrentemente. La infancia—que es destructora de la lógica—reaparece como pantera, o la piedra es el mismísimo cielo.
Y de todos los símbolos, el de mayor alcances es “la palabra”, por ser el instrumento del poeta. En un pasaje del Poema B, Adrián nos da una pista sobre su poética y un excelente ejemplo de su lírica: “Las palabras tienen signos luminosos. / Relámpagos/ caminos escapados de sí mismos// Y comprendemos que son el ala/ que traza la ilusión del vuelo/” Acá también están presente el pájaro, el sendero y la luz. De alguna manera, como en las mónadas de Leibniz, en cada parte del texto está representado el resto… el resto de este universo. Se diría que la obra fue levantada con espejos.
El poema está estructurado en tres partes y es de notar que cada una de estas guarda una forma de escritura diferente, con una gramática más desconcertante en la primera y una más consensuada en la última, imponiéndose el conjunto de forma implacable. El resultado tiene la estabilidad de un hermoso castillo de naipes. Se presume que, con solo mover una palabra, se arruina la estructura.
Hay algo atávico, antediluviano, especialmente al inicio. Se nos presenta no tanto como un origen, como algo que está antes del tiempo, sino más bien como algo que está detrás del tiempo y del mundo, su soporte. En su lenguaje escueto se vislumbra lo primitivo que subsiste. El reverso de esto es el desencanto por las cosas dadas. La realidad se presenta con una claridad insoportable, diáfana. Hay una preferencia constante por lo neblinoso, la bruma, el fantasma, entidades que se muestran como ontológicamente preferibles.
Como en las grandes obras épicas, aquí asimismo se nos ofrece un viaje, solo que en este caso el vehículo que lo hace posible está—stricto sensu—en la cabeza. Y el itinerario… también. A su vez, aquella recurrencia a los símbolos genera un caleidoscopio de posibilidades que le imprimen cierto matiz lúdico al viaje. (Pienso en el azar, en los palos de la baraja, en el aliento infantil que no se agota hasta la última línea.) Este viaje, el ensueño que lo reviste y el protagonismo del escritor—más tácito que explícito—colocan a La luz en la cuchara como una muestra privilegiada de las posibilidades de una épica contemporánea.    

José L.Bao


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