lunes, 31 de octubre de 2011

A mi lado (Cuento)

A mi lado.

            Subí al tren en Retiro. No había mucha gente y tomé un asiento junto a la ventanilla. Como la estación es cabecera del ramal, la partida de la formación se hizo esperar. Como suele pasar, cuando los asientos que dan a las ventanillas estuvieron todos ocupados, los pasajeros que continuaban subiendo tenían que resignarse con los asientos que dan al pasillo. Finalmente, los más rezagados, renunciaban al asiento y se quedaban de pié.
            Sin embargo, nadie se sentó a mi lado. Tengo por naturaleza la inclinación a dar el asiento a minusválidos, ancianos y embarazadas. Es por eso que acostumbro dedicarme a la lectura sólo después de verificar  que no haya ningún individuo que responda a esos rótulos. Teniendo un asiento libre a mi lado, podía olvidarme del asunto. Ya estaba por encarar la lectura cuando noté que muchos  preferían viajar parados antes que ocupar el asiento de mi derecha. El tren demoró su partida y el pasillo llegó casi a reventar de tanta gente. Pero nadie se sentaba a mi lado. Miré el asiento vacío y no estaba ni roto ni sucio. Luego me incorporé levemente para chequear el que yo ocupaba. No. Nada por aquí, nada por allá. Revisé la suela de mi calzado para comprobar que no tuviera mierda de perro. Nada. Después olfateé debajo de mi camisa para saber si tenía olor a chivo. Percibí que la gente me miraba, y lo atribuí a la causa del problema. Como era de noche, bajé el vidrio de la ventanilla y pude mirarme en él con bastante claridad. Nada. Evidentemente la gente me miraba porque estaba mostrando una conducta excéntrica. Hice un gran esfuerzo para tocarme la nuca y la espalda con la intención de descubrir vaya uno a saber que cosa. Nada. Como último recurso me paré en el lugar y miré detenidamente todo el sector, incluso a las personas que ocupaban los asientos aledaños. La gente seguía mis acciones con mucho interés. Pensé que la causa era yo, nadie quiere sentarse junto a un loco o a un oligofrénico.
            De pronto vi a una embarazada de pié y tuve una excelente idea. La llamé y le ofrecí el asiento, el mío, por supuesto. La embarazada aceptó y yo me paré. Junto a ella, para mi sorpresa, se sentó un hombre, tan extraño para ella como para mí. Unos veinte minutos después ambos se levantaron. Yo volví a ocupar mi lugar, junto a la ventana. La embarazada bajó del tren, pero el hombre no. Continuó el viaje, pero parado, como tantos otros. Así fue como comprobé que no había ninguna causa, simplemente nadie quería sentarse a mi lado.


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