viernes, 4 de noviembre de 2011

En busca de la conservación perpetua

En busca de la conservación perpetua.

El 3 de junio de 2001 el cadáver de Juan XXIII, “el Papa bueno”, es trasladado por la plaza  San Pedro ante la mirada de 40.000 personas. Y digo ‘ante la mirada” porque el cuerpo,  en perfecto estado de conservación, se dejaba ver a través de en un sarcófago de cristal. Cuarenta mil personas no son mucho más de lo que convoca Vélez cuando anda bien.  Pero, a casi 38 años de su muerte, es entendible que sólo los fieles más severos o aquellos memoriosos que peinan canas se hayan dado una vuelta por el Vaticano para contemplarlo.
Entre estos últimos se encontraba Gennaro Goglia, de 78 años. Su asistencia no respondía a la fe a la culpa o al agradecimiento póstumo. Lo suyo era curiosidad científica. Quizás fuera el único que en esa plaza que sostenía ese tipo de curiosidad. Treinta y ocho años atrás le habían asignado la tarea de preservar de la corrupción el cuerpo de Juan XXIII. Ahora contemplaba su obra. El embalsamamiento es un arte, y como todo arte, y aún más que cualquier arte, necesita del paso del tiempo para reconocer su valor real. Gennaro Goglia quedó satisfecho. Probablemente los dedos del Papa bueno habían perdido un poco su color original, pero el resto del cuerpo se conservaba admirablemente.
No es del todo seguro que la principal motivación del científico de 78 años haya sido la curiosidad científica. Es posible que su avanzada edad lo llevara hasta la plaza para persuadirse de la existencia de ciertas formas de engañar a la muerte. Había cultivado ese difícil arte durante toda su vida, acaso porque nunca terminó de convencerse de su utilidad. Miró el cadáver inmóvil (ambos inmóviles.) Y llegó a entender que ni toda la ciencia del mundo, ni toda la fe junta, podía evitar que, una vez que todo terminara, la muerte lo conservaría para siempre junto a ella.


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