La tortuga muere muy lentamente
A Alberto Merola
El olor era insoportable, penetrante, se sujetaba a las paredes, reptaba bajo la puerta y se adueñaba de la casa. A ese baño solo entraba la abuela, unas dos veces al día. La dieta de la vieja era idéntica a la de los otros, los que iban al otro baño, pero el olor que despedían sus excrementos era diferente, un asco. Aunque nadie se animaba a entrar a ese baño, no había dudas: las deposiciones eran expulsadas, porque se escuchaba la cadena, y aunque lo ideal hubiera sido que la vieja permanezca indefinidamente en el baño para no abrir la puerta, estaban obligados a soportar el olor cuando salía. Cierto que le habían enseñado a cerrar la puerta tras de ella, pero la abuela lo olvidaba con frecuencia. Entonces era Hugo, su hijo, el que se encargaba de clausurar ese recinto, mientras que la vieja, con paso lento, casi arrastrando los pies, como una serpiente, retornaba al catre para acostar su larga vida.
Hugo cocinaba para todos: su mujer su hijo su madre. Lo hacía porque amaba la cocina, no a su familia. Se había acostumbrado a que los otros tres miembros fueran suyos, su propiedad, como parte de su propio cuerpo. Solo los consideraba en la medida en que se avenían a sus caprichos. Es por eso que todos, después de comer, decían lo delicioso que les resultaba la comida, y en cierto modo estaban obligados a repetir el plato, por si las dudas, porque Hugo tomaba como un insulto el “no quiero más”. No era un hombre violento, pero todos aceptaban su liderazgo.
En la mesa poco se hablaba. Seguramente les venía esa costumbre de mejores épocas, en que tenían sirvienta. Ella debía estar junto a la mesa, parada, y no debía escuchar cosas que no le incumbían o para las cuales no tenía competencia. Le habían destinado ese baño que ahora usaba la abuela. Así, la costumbre había hecho su parte, y en la mesa solo se hablaba de cosas sustanciosas, importantes, al menos para Hugo. Faltaba mayonesa para la cena, y su hijo corría al almacén ni bien terminaba el segundo o tercer plato; sobraba fideos, y entonces su mujer pedía fideos para la cena. Podemos decir que la puerta de la heladera se abría y se cerraba incesantemente, y lo que nunca faltaba en la heladera era lechuga, lechuga para la tortuga.
La tortuga de la abuela era la única concesión que hacía Hugo. Vivía encerrada en el baño oloroso y sucio. Hasta allí le hacía llegar la comida la abuela, dos veces por día. A la tortuga esto del olor parecía no interesarle, y su vida podemos suponerla dichosa. Asimismo, la vida de la vieja se resumía en viajar a la verdulería todas las mañanas, por la obligación que se había impuesto con la tortuga y porque su hijo la obligaba a mantener satisfecha a la heladera.
Hugo descubrió que su madre había muerto porque faltó verdura fresca. Salieron para cumplir con los protocolos impuestos por la vieja. La taparon la enterraron la olvidaron. (En realidad hacía tiempo que la habían olvidado, pero estaban obligados a recordarla una o dos veces al día.) Nadie notó en los días sucesivos que en la heladera la lechuga, que siempre había tenido asistencia perfecta, ahora faltaba más de una vez. El olor pútrido desapareció por completo, aunque nadie se atrevió a entrar en el baño de la abuela.
No habían pasado dos semanas cuando un olor especial despertó las narices de la familia de Hugo. Era un olor putrefacto, pegajoso, tan horrible como el que despedía la abuela, pero de otra naturaleza. No hay idioma, ni siquiera el que emplean los franceses que viajan en el subte, que pueda describir tan horrible visitante del olfato. Se revisó toda la casa. La culpable era la tortuga, que encontraron en avanzada descomposición en el suelo del baño. El hijo de Hugo pronto limpió todo y pronto se olvidaron de la tortuga como antes se habían olvidado de la vieja.
Por una de esas raras coincidencias del destino, no dio el sol cuatro vueltas cuando se presentó otro muerto en el otro baño. A papá Hugo un infarto lo sacó de esta vida en pleno proceso excretor. Tenía la cabeza caída, como si la estuviera ocultando, y estaba frío como un reptil. Esas últimas eses de papá fueron la señal de alarma: tenían el mismo olor que las de la vieja, y fue su hijo el responsable de limpiarle el culo por última vez. Dijeron que lo recordarían por siempre, lo taparon con tierra y tiraron la cadena de la memoria, y ya nunca lo recordaron.
La mujer de Hugo, luego del entierro, habló con el hijo de Hugo y le transmitió una decisión irreversible: se iba de casa para no volver. Le dio la espalda y salió corriendo como una chita. Nunca más se supo de ella. Ni siquiera yo, que se todo de esta historia, puedo saberlo. Pero tengo una conjetura: nunca dejó de correr.
El hijo de Hugo volvió a la casa y abrió la heladera. Como no sabía cocinar tuvo que comer las verduras crudas. La lechuga le resultó deliciosa. Con los días la casa empezó a ganar suciedad, pero esto parecía no importarle al hijo de Hugo, quizás estuviera pensando en contratar una sirvienta en algún momento. Utilizó ambos baños y no tuvo miedo ni asco.
Al quinto día un vecino le golpeó la puerta. Un olor nauseabundo parecía salir de su casa. El hijo de Hugo, sin siquiera abrir la puerta, le contestó que eran cosas que se imaginaba el otro, que no sentía nada, que en su casa el mal olor era solo un recuerdo, y ni siquiera eso.
Durante unas dos semanas el hijo de Hugo no intentó abandonar la casa. La hallaba confortable y acaso un refugio. Pero cuando en la heladera no hubo más comida tomó la decisión de al menos llegar hasta la verdulería. Puso la mano en el picaporte y la puerta no se abrió. Recordó que había cerrado con llave. Metió la llave en el tambor, dio dos vueltas y empujó. La puerta no se movió. Y es que la puerta para el hijo de Hugo jamás se volvería a abrir, al menos desde adentro.
Durante unas dos semanas el hijo de Hugo no intentó abandonar la casa. La hallaba confortable y acaso un refugio. Pero cuando en la heladera no hubo más comida tomó la decisión de al menos llegar hasta la verdulería. Puso la mano en el picaporte y la puerta no se abrió. Recordó que había cerrado con llave. Metió la llave en el tambor, dio dos vueltas y empujó. La puerta no se movió. Y es que la puerta para el hijo de Hugo jamás se volvería a abrir, al menos desde adentro.
Viste que en toda flia. siempre algo huele mal. No hay que sentenciar a los hijos digo yo que en realidad no sé nada, ejemmm.
ResponderEliminarBuenísimo el blog!