La táctica que debería seguir la iglesia.
Juan Pablo 1 murió en 1978. Fue un Papa efímero, su pontificado fue de 34 días. Hubo rumores en aquel momento de un posible magnicidio, que la tercera parte de la película de Coppola se encarga de difundir. Lo vemos al santo padre muerto tras beber una infusión, probablemente un vulgar energizante, un té con un poquito de azúcar y una dosis de vidrio molido.
La iglesia, milenaria, ha aprendido a delegar en dios todas las decisiones trascendentes. O lo que es igual, se presenta como un simple instrumento divino, una herramienta que utiliza el verdadero legislador. Ejecutan la voluntad de dios, y, como esta es insondable, nosotros, pobres humanos, no llegamos a entender tan altos propósitos. Pero hay propósitos que uno llega a sospechar demasiado humanos como para remitirlos a dios. Ningún Papa puede ser sometido a la autopsia. ¿Qué propósitos oculta esta ley del Vaticano con olor a cadáver putrefacto? La iglesia alega sacrosantas razones para que esto sea así. De esta manera, Juan Pablo 1 bien pudo haber sido muerto por decisión de los humanos cardenales, (sumándose a una milenaria lista.) La excusa de Dios le reporta enormes beneficios a la iglesia a la hora de promulgar leyes, y obliga a los fieles a observar esas leyes (morales en último término) por la fuerza coercitiva de su procedencia. En fin, la Iglesia ha sublimado la práctica del homicidio, lo hacen pasar por voluntad divina.103
Juan pablo II tomó las riendas de su homónimo. Era polaco, pero lo más llamativo era su relativa juventud para el pontificado; 58 años. Lo eligieron para que dure mucho. Y cumplió con este requisito.
El primer recuerdo que tengo de Juan Pablo II se remonta a 1982. Por entonces tenía 8 años y él se acercó a nuestro país para darnos la extremaunción de guerra. Los medios de comunicación cubrieron la actividad papal en forma cronológica. A la mañana lo veíamos aparecer en tal lugar; al mediodía en tal otro, a la tarde presidiendo una misa por acá, a la noche por allá. Con mi tierna edad sentía que ese hombre era importante, casi un amigo. Un día, se fue. Las cámaras de algún canal registraron al avión ascendiendo, hasta que se perdió de vista, en el cielo. Fue una obra de arte. Un acierto que el periodista economizara su discurso en ese sagrado momento. Lloré. Estaba triste porque nos estaba abandonando, porque quería que se quede.
Después vino la democracia. Todo lo que remitiera a la dictadura se intentó olvidar. El Papa también. Cuando unos años después retornó, ya no fue lo mismo. Quedó psicológicamente asociado a la guerra, y quien sabe si a la derrota contra Brasil en el mundial de España. Devotos no faltaban, ni acá ni afuera, pero se percibía que en todos lados la fe se estaba debilitando. El avance del ateísmo, de la iglesia electrónica, la falta de convocatoria por parte de los seminarios, el escepticismo generalizado del postmodernismo. O sea, había fieles pero no había fe.
La muerte de Juan pablo II fue más popular que su vida y su pontificado. Su agonía se dilató por espacio de varios días, y la certeza de su inminente muerte generó una expectativa diabólica tanto en la gente como en los medios. Así como muchos se acuerdan de dios en sus momentos postreros, muchos recordaron su religión en los últimos momentos del Papa. Una vez que el santo padre hubo muerto, todo el mundo estuvo pendiente del majestuoso funeral. Los días siguientes, la atención se centró en la elección del nuevo pontífice. Fueron tres día larguísimos, llenos de conjeturas. Al final no hubo sorpresas y el cardenal Ratzinger se transformó en Benedicto XVI (Si separamos el cargo de la persona que lo ocupa, todas esas jornadas se asemejaban mucho a la pasión, la muerte y la resurrección del Papa.) Pero ahí no terminó el show. El mundo entero esperó ansioso durante una semana el momento de la asunción (¿ascensión?) del cargo. Dignatarios de todas partes se acercaron a Roma para ese evento incomparable. Pensé, ingenuamente, que el telón se corría y que toda esta payasada que coloca en escena personajes vestidos a la moda del siglo XIV y que pone en circulación mentalidades del XIII había terminado. Sin embargo, después de ese domingo, la preocupación dominante era la pronta santificación de Juan Pablo II. Afortunadamente, a partir de ese momento, después de más de un mes de Baticanismo (sí, con B) los superhéroes de la iglesia católica agotaron sus municiones simbólicas y se dieron a la tradicional tarea de no hablar más que lo necesario.104
La repercusión internacional que suscita la muerte de un Papa es enorme. La causa de esta repercusión también habría que buscarla en la fama de Juan Pablo II y en su largo pontificado. No obstante, este tipo de acontecimiento, que constituye la más logradas de las aspiraciones publicitarias de la iglesia y el mejor antídoto contra la profusión de herejes, infieles y ateos, es un acontecimiento que, como tal, no se puede prever. ¿O sí?
El recuerdo del primer Juan Pablo y la prohibición de practicar autopsia sobre el cuerpo del pontífice es una respuesta. Para incrementar el vigor y la fidelidad de los creyentes, y para ganar nuevos adeptos, se podría sacrificar algún Papa cada cierto tiempo, preferentemente si el mismo está empeñado en vivir indefinidamente. A este acontecimiento se le puede añadir una muerte lenta. (De hecho se sospecha que la muerte del polaco acaeció unos días antes de lo que nos dijeron.)
La iglesia esta viva, y lo ha demostrado, paradójicamente, con la muerte de su cabeza visible.
103 Uno puede pensar que Juan Pablo 1 murió naturalmente. No obstante, la existencia de esa ley levanta sospechas irreprimibles para el infiel. Por otra parte, la avanzada edad con la que son investidos los descendientes de Pedro, y el corto pontificado al que están condenados la mayoría de ellos, hace que se confunda la muerte natural con la muerte, digamos, asistida. La larga existencia de la iglesia y la frecuencia con la que cambian su cabeza visible, a mantenido a los cardenales y altos prelados en un permanente ejercicio del arte de la sedición, o al menos de una política encubierta, a espaldas del pontífice.
104 Las religiones, en especial la católica, son, antes que otra cosa, una puesta en escena de orden simbólico La expresión más acabada de aquello que reza que una imagen vale más que mil palabras. Por ese motivo, cuando la iglesia se pronuncia sobre un asunto de manera abierta, lo cual sucede esporádicamente, el peso de las palabras no reside en ellas mismas, reside en el mutismo, pues el silencio, que es de orden simbólico, prevalece sobre la lógica, lugar donde residen las palabras.
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