domingo, 6 de noviembre de 2011

Las dos tradiciones de Chicago

Las dos tradiciones de Chicago.
            Como soy una persona culta pero poco instruida (autodidacta que le dicen) suelo incurrir en vicios que no serían tales de verse recompensado el aprendizaje por uno mismo. Como esto es improbable, voy a seguir incurriendo en el vicio de conjugar diversas disciplinas y de pensar ciertas cosas con una riqueza y una forma poco frecuentes, gracias a un paladar exquisito y amplio. Por lo tanto a nadie debe sorprender que en este texto aparezca una subhistoria que se podría titular Historia de los dos fuegos.
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            Cuando pienso en Estados Unidos, pienso en muchas cosas, pero si se me exige que me represente una sola imagen no lo dudo; la postal de Nueva York, con sus imponentes edificios y las muchas cosas que me hacen pensar. No obstante, esta arquitectura elevada sería imposible sin el ascensor, que presentó Otis en la feria precisamente de Nueva York en 1853, casi como sugiriendo que sería la ciudad de los rascacielos. Pero Otis, y con él la sugerencia, estaba en un error. El considerarla en este sentido es universal, e incluso la caída de las torres aportan al engaño.
            Hablando con justicia la ciudad de los rascacielos es Chicago. No es nada original lo que acabo de decir. Es bien sabida la historia. Todo comenzó con un siniestro; 8 de octubre de 1871. La madera era implementada como irremplazable material de construcción. Los edificios eran de madera. La ciudad era de madera. Y como el fuego se alimenta de madera, cuando aquella mañana la gente prendía la calefacción, que consistía en el fuego más elemental, estaba avivando el instinto natural que tiene todo ser vivo a nutrirse y a preservarse. Quizás el fuego intuía que el otoño estaba pasando y que el verano lo extinguiría por unos meses, dándole paso a otro tipo de fuego, que se encargaba de distribuir calor en forma más democrática, obstinada, y decidió esa mañana extenderse por toda la ciudad. Probablemente no pensó dos cosas. En primer lugar que iba a pagar cara su osadía, porque el fuego comparte con los globos (con el aire) la condena de desaparecer cuando mucho se expanden. Y en segundo lugar no pensó que con la virtual desaparición de la ciudad estaba contribuyendo directamente a la creación de una nueva, nuevísima, que no iba a dejar que el fuego se propague (aunque lamentablemente iba a incrementar progresivamente la cantidad de superficie destinada al cemento, alimentando al otro fuego, al del verano.)
            La revolución industrial y la división del trabajo habían creado nuevas necesidades, como delinear estaciones ferroviarias, almacenes, fábricas y dividir la ciudad en áreas especializadas. [1]  De estas últimas, el área administrativa, financiera y comercial, convergentes en el centro, significaba un desafío mayor, pues la especulación sobre los precios de los terrenos hacía que aumentara la rentabilidad de los edificios con la única condición que se aumentara la altura de los mismos. Si se construían dos pisos se perdía plata; si se construía cinco se la recuperaba; si se construía diez se ganaba. Claro que cuanto más alto más caro, pero pronto se empezaron a cotizar mejor los pisos altos y las construcciones que incorporaban los adelantos como el ascensor de Otis, los sistemas antiincendio o el hierro, que permitía ganar altura, flexibilidad y abrir grandes ventanas, llenando de vidrio las fachadas. (El vidrio es hijo del fuego, por lo tanto, fue castigado por medio de su hijo, sin poder entrar o salir del edificio, siempre en el límite, mojándose para no dejar pasar el agua y la nieve, y sólo permitiendo el acceso del otro fuego al edificio.)
            La escuela de Chicago (así se llamó) le dio un perfil característico a la ciudad. Pero esto sólo fue posible por la ausencia de tradiciones. Contemporáneamente París construía una torre que era enormemente resistida. Del otro lado del océano se podrían haber hecho de a miles, pero como estaban más preocupados en construir ciudades que en adornarlas, prefirieron hacer miles de rascacielos en un lapso de treinta años. Ahora bastaba ver una foto para saber que se trataba de una ciudad norteamericana (y bastaba ver dos fotos para no saber de que ciudad norteamericana se trataba.) Chicago le daba una tradición a Estados Unidos.
            Lo importante en este nuevo tipo de arquitectura era la función, lo cual no es raro tratándose de un país pragmático. Fue el antecedente más directo del racionalismo edilicio y urbanístico del siglo XX, lo cual tampoco es raro. Lo raro es que el edificio de mayor altura del Chicago de entonces haya sido el templo masónico… pensándolo bien no es tan raro.
            La influencia de la escuela de Chicago creó otra tradición; debía conservarse como la ciudad norteamericana más moderna. Esto creó un país tan pragmático iba a superar. ¿Cómo se podía conservar una ciudad y renovarla al mismo tiempo?. Logró conservar la vanguardia arquitectónica  con las torrres de Marina Drive, Las torres Hanconck, o la sea (la más alta del hemisferio occidental.) Y todo esto fue herencia de la escuela de Chicago, esa magnífica escuela que levantó los almacenes Marshall Field Wholesale Store en 1887, derribados en 1930.



[1] Chicago era y es el nudo ferroviario más grande del mundo, y es lícito suponer que esto es expresión del  grado de impacto que tuvo allí la revolución industrial.

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