__ No me compraría un cartón para el bingo del domingo.
__ ¿Bingo?__ Le pregunté al pibe que me había tocado el timbre.
__ Sí. Es por el día del niño. Se hace en el club Sol de mayo.
__ ¿Y que hacen con esa plata?
__ Es para sacar a los chicos de la calle.
Le compré tres cartones.
Sol de Mayo es un populoso barrio marginal del partido de Malvinas Argentinas. Sus calles (de tierra o barro según llueva o no) me producen una particular sensación de desamparo, y ese desamparado que ahora me tocaba el timbre era un digno representante del barrio. Como la memoria solo retiene aquellos días excepcionales en los cuales se produce algo novedoso, decidí concurrir al bingo. Había muchos chicos como ese que merecían mi presencia.
El lugar era, como supondrá, un tugurio. Nadie se había puesto desodorante, el olor rancio era insoportable. La luz era escasa. Las cortinas, berretas, estaban para impedir el acceso del sol. Las mesas y las sillas se confundían, pues la mitad de los que allí había preferían sentarse en las mesas. En el fondo, en el lugar más oscuro, un improvisado mostrador. Sobre el mostrador, además de alguno que otro que lo había elegido como asiento, se podían ver pizzas, tortas, tartas, y otras cosas que, se adivinaba, estaban para ser vendidas y/o sorteadas. Con pésimo gusto, junto a las tortas, un micrófono de pié. Y no hay nada más que describir del tugurio.
Los conocía simplemente de vista, y no quería entablar trato con ninguno. La mejor forma de conocer a la gente es en su ambiente natural, donde se desenvuelven espontáneamente, entre gente semejante. Allí estaba todo el barrio. Con el fin de estudiarlos, me senté en un rincón apartado. Los observaba en silencio. Cualquier hombre callado, prudente, se singularizaba del resto, y ese hombre era yo. Atribuyeron esa actitud a la vergüenza, (podrían haberlo atribuido a la reserva o a la prudencia, pero como esta gente no tiene ninguna de las dos cosas, ni se les cruzó por la cabeza) Rápido, tuve un vecino a mi lado, indudablemente con el afán de destacarse del resto. Hablaba suponiendo que yo me iba a divertir más cuanto más hablara él, y bajo este supuesto, me ahorré las palabras, afortunadamente, pues no hubiera sabido qué responderle.
Este improvisado actor se retiró cuando su personaje se había agotado, sin siquiera preguntarme el nombre (aunque probablemente lo conociera por terceros). Intentando ganar su mesa se topó con un pibe rubio que flameaba un globo rojo. Lo apartó de su camino cariñosamente, con palabras dulces, y pude saber que el pibe se llamaba David.
Volví a observar el ambiente. La presencia masculina era escasa, y hasta se podría decir que se limitaba a un grupo de madres y sus hijos. Era un gineseo griego y me despertaba una antipatía socrática. Ahora veía que aquel actor se había presentado ante mi con el deliberado propósito de pavonearse ante las “chicas”. Reforzaba esto, el hecho de que no me había invitado a compartir su mesa, cosa que, por otra parte, no hubiera aceptado. Una gorda, que conocía vagamente, me invitó a compartir la suya. Acepté, quizás para poner celoso al actor, y me ubiqué frente a ella.
Súbitamente, como si respondieran a un rito inmemorial, todos se callaron, y aquellos que permanecían en pie, se sentaron, incluso los pibes, incluso en las sillas. Se escuchó el famoso “hola, hola” que se emite para hacer la prueba de sonido frente a un micrófono. (Esto también es un rito inmemorial, pues a nadie se le va a ocurrir nunca decir algo que no sea “hola, hola”.) Y un hombre, que esta gente parecía reverenciar, habló.
Causaba admiración notar el alto concepto que tenía de su persona y de su labor. Limpio, prolijo y con el pantalón remendado, parecía depositar algún tipo de esperanza en esa chusma, de donde seguramente había salido. (Después me enteré que tenía trato con el intendente, a quien le era útil.) Mostraba los dientes con frecuencia simulando una sonrisa falsa, y respondía a los innumerables gestos de aprobación del público, que iban desde un aplauso hasta un piropo, con la mano en alto, con una humildad tan falsa en lo moral como real en el bolsillo. Era evidente que estaba en la carrera política por falta de méritos en la carrera universitaria. (Aunque es muy probable que ejerciera la política en el ámbito académico simplemente por venganza.)
El discurso giró en torno a los múltiples objetivos que había logrado la gestión del intendente, los cuales fueron posibles gracias al aporte desinteresado de hombres y mujeres, y hacía especial hincapié en estas últimas. Hizo la enumeración de algunos de esos objetivos y cerró su discurso repartiendo agradecimientos, esta vez con nombre y apellido, añadiendo las ejemplares tareas que habían realizado. Así pude saber que la gorda de enfrente se llamaba Marta, y que se había destacado del resto de las gordas por la confección de las tortas que ahora se estaban por rifar. (Lo que no dijo el orador, era que Marta lucraba con las tortas que salían a la venta, y que una de sus hijas iba ofreciendo entre los asistentes.) Cuando abandonó el micrófono lo seguí con la mirada. Se ubicó en el lugar más destacado de la mesa más destacada. Reprendió cariñosamente a David, el pibe del globo rojo, que pretendía permanecer sentado sobre la mesa. Lo puso sobre sus piernas. Lo acarició con dulzura y le dio un beso en la boca. ¿Era su padre? ¿Era un tío desmedidamente cariñoso? ¿O un pervertido? ¿Un padre desmedidamente pervertido? Sea como sea, se trataba de la actitud típica de un político en campaña.
Llegó el momento del juego. Compré un cartón. Perdí. El bingo no es un juego de dos personas, como el tenis, ni de dos equipos, como el fútbol, de modo que perder es lo más natural del planeta. El ganador se llevó una torta de la gorda, y yo no quería andar cargando con una torta. (tampoco quería compartirla con desconocidos)
Se pusieron en venta los cartones para el premio de treinta pesos en efectivo. Compré uno, como la gorda de enfrente, al igual que todo el mundo. Sin embargo, cuando empezó a correr el bolillero, noté que Marta jugaba con tres cartones a la vez.
Usted debe saber, al menos para entender esta crónica, que por cada jugada de bingo se debe repartir una serie nueva de cartones, quedando inhabilitados para esa jugada los cartones que se han adquirido previamente. Entonces, si no ha comprado los cartones nuevos que salen a la venta justo antes de la jugada, no tiene derecho a participar de la misma. Pero, en ese improvisado bingo de los lugareños de Malvinas Argentinas, las reglas son otras. Todos acumulaban los cartones que habían servido para las jugadas anteriores y, de esa manera, a medida que pasan las jugadas tienen más chances de ganar. Esto no sólo le quita la gracia al bingo, sino que también, al haber tantos cartones en juego, la posibilidad de que haya un solo ganador son mínimas. Esta es la razón por la cual, cuando la gorda volvió a cantar bingo, lo hizo con un par de gordas más, cada una de las cuales se repartió el premio de 30 pesos en 10 para cada una. Marta me había visto romper los cartones anteriores, y no era la única. Ninguna tuvo la bondad de advertirme de ese error, pues eso hubiera supuesto mayor competencia a la hora de repartir los premios.
No me retiré, y como soy bien educado, continué comprando los cartones de a uno por vez, rompiendo el que ya había usado, buscando lo mirada de la gorda cada vez que los rompía. Un poco turbada por mi actitud, Marta me ofreció una porción de torta, que rechacé para no crear un vínculo. Las vueltas se sucedieron. Vino el premio de 50 pesos, que fue repartido entre seis, y el de 70, que fue repartido entre ocho. El bolillero, improvisado y sospechoso, marcaba el ritmo de los corazones, e incluso el de los estómagos. A esa altura todos acumulaban sobre la mesa una cantidad enorme de cartones, a la espera del premio mayor; cuyo monto se desconocía. Las gordas eran asistidas por sus hijos en la tarea de leerlos a medida que pasaban los números, pues tan grande era la cantidad que tenían en su poder. Y yo sólo, con un solitario cartón. Pensé “en estos juegos la suerte es caprichosa y quizás tomara partido por mí”. De todos modos, estaba haciendo un trabajo de antropología, y ya me importaba poco ganar o perder.
Antes del premio mayor, el orador, el amigo del intendente, el caballo del intendente, que cumplía la tarea de anunciar el valor de los cartones y de informar a cuanto ascendían los premios, volvió a la carga con otro discurso. Quizás porque la ansiedad debilita el sentido crítico, todos aplaudieron efusivamente cuando terminó de decir más o menos lo mismo que al principio. Antes de callarse dio a conocer el premio mayor: 250 pesos.
Naturalmente, primero debía jugarse la línea, que ascendía a 50 pesos. Fui tachando despreocupadamente los números que la fortuna me brindaba. No habré acertado más de dos cuando cinco voces se alzaron con la línea. Se despacharon los 10 pesos para cada una de las afortunadas y se pasó al premio de 250.
No importa los recaudos que uno tome para asegurarse la suerte. Al igual que a la liebre, no se la puede ganar procurando adelantarse a ella, pues en el momento en que la estamos por apresar, huye hacia los lados, nunca hacia adelante. Sí. La fortuna es una liebre. Esquiva, sabrosa. Como el viento, se siente y se logra determinar su dirección, pero no podemos saber que forma asume. ¿En forma de José?, ¿En forma de gorda? Podía percibir que algo extraordinario iba a ocurrir, y no se trataba exactamente de los números de un cartón. Inexplicablemente tuve un palpito, el protagonista era yo. Los números corrieron en medio de un silencio cómplice. También los niños mantenían la boca cerrada, ya sea porque asistían en la tarea de leer los cartones, o porque les habían inculcado que hay dos lugares donde no se habla; la iglesia y el bingo, a las puertas del premio mayor. Taché un número tras otro. Me quedó colgado el 66. Pasó uno, pasó otro, ninguno era el mío. Le estaba pisando la cola a la liebre y siempre se me escurría. El orador dictaba los números con suma lentitud para permitir la lectura de todos los cartones. Finalmente, dos voces gritaron bingo. Las otras se alzaron en un gran gemido que bien podría coincidir con el de una enorme vaca frustrada. El politizado señor que había pronunciado el discurso procedió a verificar si los cartones estaban en orden. Me paré para retirarme.
En ese preciso momento se escuchó un griterío eufórico generalizado. ¿Tanto odio me tenía esa gente? No. La desesperación por ganar y la enorme cantidad de cartones que debían leer les había jugado una mala pasada a aquellos dos. El juego se reanudaba. Volví a sentarme. El bolillero rodó y salió número siguiente; 66. Un poco contrariado, en voz baja, casi como para mí mismo dije, “bingo”. Con la velocidad de la luz el recinto se revolucionó. Sentí que todos se voltearon para mirarme, y con ese fin se sentaron sobre las mesas aquellos que se encontraban más lejos. No eran caras amables. Estaban dispuestos a cualquier cosa. ¿Cómo podía un extraño, que encima vive en el mismo barrio, ganar el premio mayor? Un nutrido grupo, que incluía niños, se acercó al amigo del intendente, puede que para desafiliarse. El dueño del circo obligó a los presentes a elevar un aplauso y me invitó a pasar al frente. Lo desplacé del micrófono. Imperceptiblemente me tendió la plata Una hija de Marta se largó a llorar y la gorda le propinó un severo golpe. “Dame esa torta”, le dije al capo, mientras todos me escuchaban, mientras le devolvía algo del cambio que él me había proporcionado. “Es para Marta y su familia, que me ha tratado tan bien esta tarde”. El llanto de la pendeja cesó de inmediato. Los otros me ofrecieron un semblante más amable.
Con las cosas así dispuestas, encaré un discurso bastante iluminado. Hablé de lo útil que me resultaba ese dinero, de lo mucho que había aprendido de ellos (sin precisar) y de la semejanza entre mii familia y ese grupo humano. Volví a mencionar la utilidad del dinero, pero en este caso de la buena utilidad que le podemos dar. Cerré afirmando que el egoísmo era una enfermedad que nos deja solos, añadiendo que muchas veces me he encontrado solo a causa de esa enfermedad. Batí los billetes que había ganado, como si de un abanico se tratase, y rematé.; “Esto es de ustedes, el juego aún no termina”
Me ovacionaron de pié, sobre las mesas. Caminé entre la gente para desaparecer por la puerta. Como se reanudaba la venta de billetes me ignoraron olímpicamente mientras trataba de ganar la vereda. Ya estaba saliendo cuando sentí que algo me faltaba. Me detuve y prendí un cigarrillo. Entonces vi al pibe del globo rojo. “David, vení”. Ni bien lo tuve cerca apoyé el cigarrillo en el globo. Entró a llorar, pero nadie escuchó. Caminé por la calle orgulloso. Era gente mala. Pobre y mala.
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