sábado, 5 de noviembre de 2011

La cultura improcedente (Cuento)

La cultura improcedente.

Nació en Argentina como Jesús Espinosa, aunque podría haber nacido en otro lugar o en otro tiempo, e incluso no haber nacido, como decía cuando se enemistaba con el mundo de la cultura, de la que él mismo era parte, a su pesar. Desde muy pequeño mostró una notable habilidad para aprender idiomas, ya sea para hablarlos como para escribirlos. A los diez años, y con el conocimiento cabal de más de veinte lenguas, se convirtió en una celebridad mundial. Su buena estrella madrugó tanto que no tuvo oportunidad de deslumbrarse con ella. Ser famoso era algo connatural a él. Nada especial. Nada más vulgar que una persona legítimamente célebre. La celebridad el mediocre la sobrelleva, pero aquel que tiene méritos reales la padece. Para ocultarse un poco de esa fama que él no había buscado se bautizó con el seudónimo de Juan Ecuménico, probablemente para confundir lo vulgar y lo universal, que en fin de cuentas es lo mismo.
Nuestro escritor creció con el vigoroso estimulo de una sociedad que lo admiraba por ser un individuo desde todo punto inexplicable. Psicólogos, filósofos,  médicos y hasta __vaya a saber uno porqué__  periodistas y veterinarios se dieron a la tarea de develar la causa de esa facilidad para acumular idioma tras idioma. No lo lograron. Muchos supusieron que Juan Ecuménico era el más indicado para responder a tal enigma, pero el políglota invariablemente respondía en el mismo idioma que le preguntaban: “Cierto es que aprendo una lengua por día, pero en esa labor me siento como el recluso que cuenta los días que transcurre aislado acumulando palotes sobre la pared de la celda, creyendo que de esa manera las puertas se abrirán antes.” Para la mayoría, la respuesta de Juan ecuménico creaba más preguntas de las que resolvía, o se trataba de una simple y burda evasiva.  Otros, los admiradores, decían que no era fácil entender a aquel que tantos idiomas hablaba, hable el idioma que hable. También estaban los detractores, afirmaban que no era conveniente dominar tantos idiomas, pues eso llevaba a no saber expresarse en ninguno. Pero todos estaban de acuerdo en lo fundamental; no lo entendían.
Entre los veinte y los cuarenta años de edad, Juan Ecuménico realizó innumerables viajes alrededor del mundo. Quería perfeccionarse en el manejo de algunos dialectos poco conocidos y aprender aquellas lenguas de escasa o nula difusión. En todos los lugares fue recibido con honores. Sus rápidos progresos hacían que nuestra celebridad abandonara un país o una región en corto tiempo, lo cual era lamentado por sus huéspedes. Daba la impresión de que visitaba una zona con el deliberado propósito de demostrar que podía huir velozmente de ella.
Fue esa la razón del desconcierto general cuando recaló en París por término de un año. Más aún, no se lo veía casi. Pasaba horas y horas encerrado, incluso días y días. Cuando le preguntaron por la razón de esa conducta contestó: “hace poco decían que huía de todos los lugares, y era cierto. Hoy escapo de mi tiempo. Estoy visitando todos los idiomas que ya nadie habla.” Si eligió Paris, fue solo por la gran disponibilidad de material bibliográfico para dicha tarea, descontando el material que él mismo se había procurado en sus largos viajes. Así, llegó a dominar todas las lenguas, las vivas y las muertas.
Cierta vez le preguntaron si le producía placer atesorar tantas lenguas. Respondió que no le daba placer, y que tampoco consideraba que fuera un tesoro. Era  una capacidad innata que le brindaba la posibilidad de escapar hacia otras formas de pensamiento. Era una necesidad, no un placer. Incluso esa capacidad lo había llevado a aprender inutilidades como el esperanto, lo cual demostraba que las capacidades suelen ser muy difíciles de domesticar.
Sin embargo, quería dejar algo que no fuera el mero testimonio de una capacidad. Se aplicó a la escritura, valiéndose de las innumerables culturas que había tratado en libros o personalmente, y de las infinitas lenguas que dominaba. Desde el primer momento demostró un don natural para cultivar  las letras. Poderosa imaginación, firme estructura de los textos, prosa encomiable. Comenzó por la novela, y en cuanto se sintió encadenado, cultivó el ensayo, el cuento, el drama, y hasta el poema. Para ganarse la libertad jamás repitió un texto en un mismo idioma. Más tarde que temprano, le dieron el premio Nobel. Se comentaba por esos días, que si bien la producción de Juan era de una calidad asombrosa, la obtención del premio, que él no esperaba ni quería, se debía principalmente a ese poema japonés y esa famosa  novela de ciencia ficción en gaélico antiguo.
A los ochenta años relajó la mente y dejó los libros, tanto los que leía como los que paría. Había escrito en una enorme cantidad de lenguas, vivas y muertas. Le dedicó al menos un breve cuento a todos los idiomas que dominaba, que eran todos. No tenía mucha inclinación por el ingles y el castellano, pues los suponía vulgares y demasiado transitados. Pero no los rechazó The jail y Las cadenas de la cultura lo prueban. Si, a los ochenta años dejó todo, pero continuó viajando para experimentar la vivencia de lo otro, lo diferente. Cuando las agresiones de la vejez atentaron contra su vida nómada, y tuvo que decidir un paradero, eligió una aldea de los trobiandeses, cuya lengua consideraba superior. Él les había dedicado una novela, que estos iletrados no sospechaban, en la cual se indagaba con agudo ingenio sobre las preocupaciones metafísicas de los esquimales. (Afortunadamente, Juan era demasiado inteligente como para confundir los beneficios de una lengua con un pueblo y su cultura.)
Antes de terminar me gustaría agregar algo sobre la posible reclusión de nuestro escritor y políglota entre la libertad de los trobiandeses.
Curiosamente todos los libros de Juan fueron traducidos a todos los idiomas, aunque él jamás tradujo uno. Incluso hubo quienes tuvieron que aprender ignoradas lenguas para tal fin  ¿ Era una cuestión de principios? Por último, se mostraba huraño con los diccionarios y los manuales. Allí se leía: Juan Ecuménico, seudónimo de Jesús Espinosa, escritor argentino nacido en 1899. Sí. Definitivamente era una cuestión de principios.

Y Dios confundió las lenguas para que no se confundan los pueblos, dispersándolos sobre la faz de la tierra,  para preservar a aquel que había elegido.
Exégesis del Génesis, de mi autoría.


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