... y cortada la cabeza, me fue presentada.
“[...]Pedro Castelli, que habiéndose resistido a entregarse fue necesario matarle, y cortada la cabeza, me fue presentada, la que reconocida por mí, por infinitos que lo conocían, y por un peón que le acompañaba, la remitió el general para que la coloque en un palo en medio de la plaza del pueblo de Dolores[...]”
(Carta de Pudencio Ortiz de Rozas a su hermano Juan Manuel.)*
Para todo hombre maduro de los siglos pretéritos la sangre debió de ser algo tan vulgar como los caballos. Preferentemente para aquellos que dedicaban su vida a las armas, quienes también estaban habituados a la sangre de estas bestias. Por aquellos tiempos la sangre no era motivo de alarma ni siquiera para las damas más refinadas (aunque la mujer siempre ha visto su propia sangre con regularidad.) Las gentes consumían los animales de corral que ellos mismos producían, y que se encargaban personalmente de liquidar.
En el ámbito de la provincia de Buenos Aires la cosa era mucho más acusada. Había pocas ciudades, que los indios frecuentaban, y pocos hombres, que la civilización ignoraba. La verdad es que no se puede hablar de ciudades, sino de ranchos que, en el mejor de los casos, ascendían a 2.000 habitantes. Muchas veces se trataba de un simple fuerte para contener a los indios, libre de mujeres, y que bien pronto se convertía en un centro de intercambio con el indígena, pues estos les brindaban una compañía más estrecha que el distante poder central. En este marco abundaba la sangre. El ganado cimarrón constituía la dieta de estos tipos. Como no contaban con saladeros para preservar la carne de la corrupción, y porque tampoco necesitaban preservarla por el mismo número del ganado, las reses solían pudrirse casi enteras. Algo muy parecido sucedía con los humanos. Abandonar un cuerpo para que se corrompa en el medio de una plaza pública era un acto normal, también en la ciudad de Buenos Aires, que por aquellos días era un rancho.
En síntesis: La sangre y la putrefacción dominaban estas tierras allá por 1839, cuando Prudencio escribe la carta. Entonces, ¿Qué sentido puede tener exhibir en un pueblito como Dolores una cabeza en una picota? ¿Qué impulsa ha mostrar durante siete años algo que los lugareños ven casi a diario? Voy a ensayar una respuesta a este interrogante.
La rebelión de ‘los libres del sur’ fue duramente reprimida, y la cabeza de Castelli fue enarbolada para que todos recuerden el destino de un sedicioso, para que todos recuerden quién es el que manda. En otras palabras, para que recuerden a Castelli y a Rosas. Cierta fascinación debía concertar ese hombre, Castelli, entre esa gente, que lo había conocido y lo había tratado, aunque quizás no tanta como la fascinación que despertaba en sus enemigos. Ellos no lo conocían y no lo habían tratado. La fotografía era ignorada y sólo el conocimiento físico directo podía saciar la curiosidad. Por otra parte, se necesitaba conocer si realmente se trataba de aquella persona que se quería capturar. Como Prudencio no se ocupó del cuello de Castelli, alguien se le acercó con la cabeza ya cortada, para identificarla. Según nos cuenta, fue reconocida por él, “ por infinitos que lo conocían, y por un peón que le acompañaba”Nadie se horrorizó durante el reconocimiento. Bien podría haber sido la cabeza de una vaca, daba lo mismo. Si le faltaba el resto del cuerpo era por comodidad operativa, porque trasladar una cabeza es más fácil. En fin de cuentas, el rostro es lo que nos identifica en todas partes, y si es necesario dejar un testimonio de lo que le puede pasar a un sedicioso, más necesario es dejar unos ojos una boca y una nariz que lo recuerde y lo individualice. (Si la idea hubiese sido solamente atemorizar a la población, le hubiesen cercenado las pelotas, como si de un buey se tratase.) (Aunque también esto último es probable, pero su objetivo sería escarmentar al desgraciado, o, quizás, que se denuncie.)
Esta historia nos revela el papel que desempeñaba una cabeza cortada en aquella época, un documento de identidad postmortem. Se ajustaba maravillosamente a la tecnología de su momento, sin huellas dactilares. Con muy pocos elementos se podía hacer el careo: una pequeña cesta para trasladar la cabeza o simplemente unos dedos enredados en el pelo.
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