La sorpresa de Haydn.
La huelga, película de Eisenstein, presenta un novedoso montaje. La cinta tiene cortes para provocar la reacción del espectador. Vemos a un jinete que se cae del caballo. Pero esa caída no es una caída en tiempo real, lo cual suscita un impacto en el espectador. La técnica es muy sencilla, se corta una determinada cantidad de cuadros de una secuencia, y listo. Aún hoy, muchos creen que es una falla de la cinta, y atribuyen esa falla a la antigüedad de la película. Estas personas caen en ese error, como el jinete de su caballo, porque no han visto las películas de Lars Von Triers.
En este danés, el mencionado procedimiento produce una sensación de sorpresa en muchas escenas que, de no ser por este procedimiento, no nos sorprenderían. Le debo una gran gratitud a este tipo de técnica, dado que probablemente la sorpresa constituya el ombligo del arte. Por otra parte, estos cortes son otra demostración de que, en cine especialmente, es más importante como se representa algo que aquellos que se está representando, o con palabras más puras, es más importante cómo se dice algo, que aquello que se está diciendo. Tengo otra sospecha: esto quizás sea así en todos los ordenes de la vida.
Algunos días atrás tomé café y me dispuse a escuchar a Haydn. Como la música entra por los oídos, los párpados se cierran con gran facilidad, así que sumé unas aspirinas al café; estaba decidido a que me guste Haydn. Fue imposible, me dormí. Cuando cesó la música me desperté. Del otro lado del disco me esperaba otra de sus infinitas sinfonías. Promediando el primer movimiento me volví a dormir, sin dejar de reparar en las ventajas que el austriaco podía aportar a la medicina como anestésico general. En el hueco de silencio que siguió al primer movimiento, me desperté. El segundo movimiento era juguetón, vivaz. Hacía que uno retenga mínimamente la atención, justo en el momento en el que había decidido abandonarme al sueño. Como todo el clasicismo, la música daba vueltas por recovecos ya visitados, previsibles. Después de esto venía lo otro, y así infinitamente. De pronto, la sorpresa. La púa saltó de un surco a otro. Luego a otro y a otro, hasta terminar la pista. Fue bellísimo. Haydn se había transformado en Anton Webern, un fino cultivador de la síntesis, de la economía de notas. Como si la providencia tuviese dones artísticos, el disco estaba rayado en lugares muy oportunos. Ahora, la secuencia de notas ya conocida, era burlada por atajos, atajos que decían lo mismo, pero mucho mejor. Recordé La huelga de Eisenstein, y lamenté que, aún hoy, muchos consideren las rayas del disco como una falla, y atribuyan esa falla a la antigüedad de los discos.
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