Tres islas.
La isla de Robinson Crusoe.
No recuerdo que famoso filósofo contemporáneo, quizás recreando el famoso cuadro Esto no es una pipa del belga René Magritte, decía que un león tras las rejas no es un león. Lo que lo convierte en león no es su pelaje, sus enormes dientes o su poderoso rugido. Porque eso es solo una excusa del felino para hablar de su entorno; de las noches en la estepa, de su camuflaje, de la melena que seduce a la hembra, de la comunión entre las hembras para ir a buscar la comida. Ver un león es ver todo lo que circunscribe la vida de este felino, donde también cae la muerte de la cebra y del antílope.
Bueno, lo mismo se podría afirmar de los humanos, o para ser más precisos de aquellos que no llegaron a ser humanos o perdieron su condición de tales. Grato es el ejemplo de Alexander Selkirk, quien se hizo medianamente famoso al quedar durante cuatro años y pico literalmente aislado del mundo en una diminuta isla del Pacífico que hoy pertenece a Chile. Cuando lo encontraron—y fue casualidad porque no lo andaban buscando—parecía cualquier cosa, quizás un león, pero no uno de los nuestros. Pronto nacería alguien que se le asemejaría mucho, Robinson Crusoe. Este era menos un león porque encontró a Viernes y porque Daniel Defoe era demasiado ingles como para deshumanizar a un compatriota. (de hecho hasta el mismísimo Viernes parece humanizarse.)
Sarmiento inmortalizó un aspecto de Facundo, Flavio Josefo y Tácito perpetuaron a un Jesús de carne y hueso con sólo dos líneas, y Platón eternizó a su maestro hasta en aspectos insospechados—incluso un Sócrates deliberadamente silencioso, tal como lo encontramos en El Sofista* Pero el que se pasó fue Daniel. Cuando en 1719 publica su lograda novela, el motivo de su inspiración, Alexander Selkirk, hacía más de diez años que había retornado a la isla (a Gran Bretaña, claro.) Vivía malhumorado y en pena. Extrañaba su solitaria existencia como náufrago. Quería volver pero no lo dejaban. Se había transformado en una pequeña celebridad en su pueblo escocés, lo cual le reportaba una ganancia para nada despreciable que le permitía vivir con las comodidades que la civilización de la época podía reportarle, como, por caso, un esclavo, que bien podría haberse llamado Viernes. Cuando nuestro amigo hablaba de su pasado decía “mi isla”, casi como si de una hija se tratase. No obstante, gracias a Don Daniel, la posteridad ha bautizado a la pobre como Robinson Crusoe, y podemos estar seguros que Alexander es mucho menos famoso desde la aparición del libro, injusticia que yo humildemente estoy tratando de reparar. Sin embargo el lector puede afirmar que yo me encuentro en un error, ya que nuestro hombre quería desaparecer de la civilización y de las efemérides retornando a su isla para ser un poco menos hombre. ¡Bien! Pero...¿cómo se llama la isla? Hace poco leía que Alexander Selkirk había vivido cuatro años en la isla de Robinson Crusoe. Como ven, hasta en el tiempo la ficción llegó a preceder a la realidad.**
La Isla de Pascua.
Vamos a ser claros, la isla en cuestión no es la única en el mundo, ni para ser náufrago y terminar en algo menos que humano es necesario estar sólo. No se me ocurre mejor ejemplo que otra isla chilena; la isla de Pascua, cuyo nacimiento, apogeo y decadencia les quiero transmitir.
Parece ser que desde uno de los archipiélagos más orientales de la polinesia un buen día se extraviaron dos o tres canoas por el inmenso Pacífico. Serían unas diez personas que gracias a tormentas parecidas a la que le hicieron perder el rumbo lograron saciar la impostergable sed, y gracias a la carne del prójimo—en un principio eran unos veinte—dejaron satisfecho el estómago para que el azar los depositara en esa desierta y apartada isla, el punto del planeta más solitario que se conozca.
Es tradición entre los marineros de la polinesia, como entre casi todos los pueblos del mundo, que quienes toman los remos sean hombres. No obstante, hechos posteriores confirman que en aquella primera expedición humana que puso un pié en la isla había al menos una mujer. Una especie de Eva, disfrute o resignación del resto de los bucaneros.
Algunas generaciones después a algún nieto se le ocurre volver al mar para ver mundo. Esa isla podía tener todo lo que no tenía la polinesia, pero cuando un pueblo es marinero es marinero, y no hay nada que hacer. Volverán a intentarlo una y otra vez, aunque el azar les juegue en contra, aunque un hermano se haya ido para no volver nunca más. Así, este nieto agarró un árbol y siguiendo las lecciones impartidas por sus mayores—quien sabe si por su hermano—lo transforma y lo arroja al agua. La suerte de este muchacho no habrá diferido de la suerte de quienes lo intentaron antes. O se perdió para no volver, o volvió para construir otra canoa, más grande, mejor, para ir más lejos... y no volver nunca más.
Las generaciones se suceden. Primero alguien dice “que no cunda el pánico”, pero el pánico termina por cundir porque empiezan a sospechar que si los marineros no regresan no se debe a que hayan descubierto algo mejor. (Porque al comienzo seguro estaba la idea de que si ellos mismos habían recalado en un lugar tan especial como Pascua por perderse en ignorados mares lo mismo le había pasado a estos otros. En fin de cuentas ellos mismos no habían podido regresar a su tierra de origen.)164
El tiempo acaba con todo, incluso con un pueblo marinero. Las generaciones empiezan a evitar la construcción de canoas, y lo que es más admirable, terminan por perder la capacidad para construirlas. Finalmente nadie recuerda lo que es una canoa y—aún más admirable que lo anterior—ya no saben lo que es un pueblo marinero. Sin embargo, no han perdido la costumbre de utilizar los árboles, que tanto abundan, para la confección de casi cualquier cosa, incluso la de esas cabezas cuadradas que parecen haber tenido un sentido ritual.
Con el paso de los años y de los siglos la gente se multiplicó, las tares se diversificaron y la cultura de lo que llegó a ser un pueblo numeroso se tornó tan autóctona y rara como la fauna del lugar, ambos como consecuencia del aislamiento.165 Lo que en un principio eran pequeñas cabezas de madera se convirtieron en los famosos bustos de piedra que aún hoy señorean en esas costas y que parecen escrutar el horizonte a la espera de aquellos marineros que no volvieron. Se hicieron de a decenas, de a centenas. Cada día las hacían más grandes. Cada gran cabeza de piedra la hacían en cuestión de días, porque el tiempo que insumían en su realización se estrechaba como producto de una extraña enfermedad que los empujaba a sacar adelante esos monumentos con una rapidez inaudita. Siempre estaban cincelando las montañas y utilizando una cantidad ingente de troncos para deslizar esas enormes estructuras en su descenso hacia la costa. Quizás estaban desesperados porque nada aparecía en el ancho mar. Y ya no hablamos de los que no retornaban, sino de cualquier cosa.
Y acá aparece nuevamente el tiempo que todo lo aniquila. Progresivamente se olvidaron de los que se fueron, se olvidaron de reencontrarlos, se olvidaron que habían venido de otro lugar, las canoas dejaron de existir en sus mentes y llegaron a la siguiente conclusión: Ellos no estaban aislados; la isla era todo lo que había en el universo. Aceptaron como lo más natural del mundo su soledad y ya no tenían que hacerse mala sangre por eso, de modo que tuvieron un problema menos. Como habían olvidado la náutica, la sola idea de que algo apareciera flotando en el horizonte los movía a risa.
Como la costumbre es más persistente que el buen juicio siguieron construyendo cabezas. Si estos monumentos continuaban mirando hacia el infinito mar no se debía a nada más que a eso, a la costumbre. En fin de cuentas tenían que mantener ocupados a esa enorme cantidad de esclavos, y que mejor idea que mantener las cosas como estaban, aplicándolos al cincel y al traslado sobre troncos de aquellos portentos. Se volvieron conservadores y poco flexibles mentalmente. Dieron por sentado que las cosas no debían cambiar nunca y que nada nuevo se debía esperar. Y hasta la esperanza fue desterrada bajo el miedo a todo cambio.
Pero si uno no cambia, cambia el medio. Algo extraño empezó a darse, desconcertando las mentes más conservadoras. Por copiosas que fuesen las lluvias los árboles entraron a escasear. Claro, el tema era su utilización indiscriminada en el proceso de traslado de los monumentos. Y con la tala, lo que se corrompió fue la tierra, que se presentó cada día más estéril por la mala utilización del suelo. Para empeorar las cosas, las mejores tierras fueron reservadas para que den troncos en un intento desesperado porque nada cambie.166
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Cuando aparecieron los ingleses en el horizonte se encontraron con un espectáculo que ni Dante imaginó. La cantidad de isleños era tan pobre que bien podrían haber subido todos a una canoa, si la hubiesen sabido construir. El hambre los había empujado a la antropofagia, y a una enemistad irreductible entre dos pequeños grupos que competían por la “comida”, casi con la misma intensidad con que se juega un partido de la Copa Libertadores.
Me gustaría aclarar que lo que acaba de leer es una rememoración de un excelente documental que he visto hace mucho tiempo. Lo que la memoria no me ayudó fue reemplazado con mentiras, que otros prefieren llamar ingenio.—Y para ser sincero y no cerrar con otra mentira confieso que en muchos pasajes apuré las mentiras porque eran más interesantes que las verdades. Me ha pasado lo que a los isleños; he perdido la capacidad de la memoria pero he compensado ese defecto con originalidades.
Es evidente que el fin que perseguía el documental era ilustrar por analogía sobre los difíciles momentos que nos esperan en caso de no cuidar esta pequeña isla que es nuestro planeta.
Australia.
En los años setenta Australia sorprendió al mundo con una película horrible, pero cuyo argumento, en lo básico, resulta al menos llamativo. Se trata de la insoportable “La gran ola” de Peter Weir. La cosa viene así: un antropólogo bastante cheto, felizmente casado con una mujer católica y practicante (si es que esto es posible), un día recibe la visita de cuatro miembros de una reserva indígena. Como es sabido, las reservas están pensadas para que los indígenas no las abandonen, del mismo modo que el Zoo de Sydney mantiene en cautiverio a las panteras negras para que no jodan y se reproduzcan en paz. De modo que a nuestro amigo le resulta un tanto inquietante esta visita. Abre la puerta. Ellos se sientan, demostrando que no esta en sus planes abandonar la casa. Son cuatro, pero se reducen a uno solo; el que habla inglés. Tienen (tiene) algo importante que decir: el mundo se aproxima a su fin. La naturaleza dará algunos adelantos del evento, y finalmente, una gran ola arrasará con todo. El antropólogo—mejor dicho, nuestro antropólogo, nuestro amigo, porque nos identificamos instintivamente con él—no se ríe porque respeta o ha aprendido a respetar esa cultura. Su mujer no se ríe porque tiene miedo (¿de que se queden a dormir?.) Los indígenas deciden partir; la dueña de casa se está mostrando hostil y la inminencia del Apocalipsis les despierta prioridades mayores, tal vez la confección de una buena tabla de surf. La mujer, en su ferviente catolicismo, creencia que íntimamente comparte su marido, no puede aceptar las creencias de unos salvajes, en fin de cuentas dios no pudo haber brindado un dato tan importante a ellos, una pequeña tribu perdida en el enorme desierto australiano. Si tal información la hubiesen revelado los musulmanes, por dar un ejemplo, se podría haber considerado (quizás porque se levantaría la sospecha que ellos mismos serían los agentes del desastre.) Pero esto era diferente. Esa tribu semidesnuda no le puede hacer daño a la humanidad, y es posible que su misma carencia de ropas sea la elocuente manifestación de esa impotencia. Un dios verdadero no puede tener tan poco raiting, desearía ser escuchado por muchos. Cierto que en La Biblia encontramos la historia de Noé y de la torre de Babel, en las cuales dios se toma revancha porque nadie lo escucha. Pero eso es el Antiguo Testamento, y este matrimonio es cristiano. ¿Y si es al revés? ¿Y si estos negros quieren inducir a dios para que termine con todo de la misma manera que algunos cristianos buscan torcer la voluntad divina para conseguir trabajo? Imposible, El no va a llevarle el apunte a una comunidad numéricamente tan pobre y espiritualmente tan primitiva.
Estas especulaciones son mías y no están en la mente del creador—en este caso, el guionista--. La cosa es que los aborígenes se retiran y estamos en el minuto 10 de la película. El resto es un bodrio en el que uno espera—y desea—el cumplimiento de la profecía. Como el largo—larguísimo—es desesperadamente obvio, no nos sorprende en absoluto que se cumpla el vaticinio puntualmente como lo han referido los negros. La lección: la verdad no es una cuestión estadística. La mentira que sostienen millones no se sanciona como verdad por el mero hecho del número. O, en otras palabras, no es verdad aquello de “cuando todo el mundo se equivoca todo el mundo tiene razón”
Lamentablemente, los australianos no solo hacen películas malas—y estoy hablando de loa australianos que hacen y miran películas y no de los que hacen flechas--. Quizás el lector recuerde que hace escasos años se dio un fenómeno meteorológico conocido como el niño, por el cual en distintas partes del globo se dieron hechos asombrosos; por ejemplo llueve demasiado en el desierto; por ejemplo en el australiano. Al estudiarse esta aberración climática se concluyó que el fenómeno era viejo como la lluvia, y que se repetía cada aproximadamente 40 años. Los aborígenes australianos lo sabían pero a casi nadie se le ocurrió consultarlos y los que lo hacían planteaban mal las preguntas o eran inadecuadas. Ciertas plantas indígenas, tan indígenas como quienes las comen, reciben un régimen de agua con un período de 40 años, y los canguros aceleran su proceso reproductivo bajo circunstancias especiales, demostrando que la evolución de la especie ha contemplado la posibilidad de estas lluvias. (Con preguntas bien formuladas hasta los canguros hubieran respondido de ellas.) Al final los expertos se avinieron a escuchar a las tribus y cosecharon una información invaluable para confirmar sus teorías. El niño no era un hecho aislado, una manifestación del calentamiento global, ni el presagio del fin del mundo.
Entre las características que nos define como humanos está la capacidad de elegir. Los australianos durante el siglo XIX eligieron parecerse a Europa o a EEUU. El dilatado desierto los avergonzaba. La singularidad de su flora y de su fauna era un escarmiento divino. Se llegó a admirar cualquier especie exótica; osos del polo, cucarachas de Honduras, pumas de Argentina. Esto no es tan loco si tenemos en cuenta que para cualquiera lo único que no es exótico es lo autóctono. Los marsupiales son exóticos para el resto del mundo, no para los australianos. Ellos consideran que el resto del mundo es exótico. Y podemos afirmar que para un australiano el resto del mundo es más exótico que para usted o para mi, y que en el XIX esa verdad era aún mayor. Ya antes se introdujo el perro y el gato que alteraron la cadena alimenticia y llevaron a la extinción a muchas especies.167
Después de la segunda guerra mundial, acaso como consecuencia de la victoria o acaso como coartada ante la expansión del negocio del turismo, los australianos empezaron a valorar su fauna y su flora. No obstante, aún guardaban esa inclinación por lo que ellos consideran exótico. Los australianos capitalizaron muy bien esa pandemia llamada turismo, pero como no podía ser de otra manera, ellos también salieron a ver mundo. Conocer otros lugares se transformó en una moda mundial, y la mejor manera de demostrar que uno estaba a la moda era traerse algún recuerdo de los lugares visitados. Así, al mismo tiempo que se empezaba a valorar la vida silvestre local, se la contaminaba con especies de otras regiones, que eran llevadas hasta Oceanía con el deliberado propósito de demostrar que se valoraba la fauna de otros continentes.
Unos granjeros del norte de Australia retornaron con sapos hawaianos. Nadie se los vendió. Simplemente salieron de excursión por Hawai y dieron con un simpático anfibio cuya característica distintiva era una variedad inusitada de colores en el lomo. Tan lindos eran que, al momento de volver, se decidieron a cargar con una docena. Según parece a estos hermosos sapos no les iba la vida en la granja, y tres o cuatro decidieron ir a conocer el interior de la isla-continente.
Si entre las características que nos definen como humanos está la capacidad de elegir, la capacidad de elegir lo que comemos está entre las más importantes. La evolución y la supervivencia de nuestra especie se debe a eso. Cuando nuestros ancestros no disponían de las cosas que habitualmente se llevaban al estómago, cambiaban la dieta y listo. Un sapo no puede hacer eso, por más inteligente que sea. Siempre prefieren las moscas. Y para ver a nuestros ancestros no hace falta viajar en el tiempo, sino en el espacio; al interior del continente australiano. Allí se vive igual que hace un millón de años. Allí todavía hoy se altera la dieta cuando el inclemente desierto obliga. Para saber si un sapo es rico sólo hay que abrir la boca.
Los científicos se ocuparon de este raro bicho hawaiano. Los granjeros del norte, ignorándolo completamente, habían hecho un aporte sin par a la taxonomía, que es el arte-ciencia de clasificar a las especies. Ni siquiera en Hawai había testimonio de la existencia de ese sapo, y hasta se hubiera creído australiano de no ser por la sinceridad de los granjeros y de los indígenas, que hablaban con el cuerpo (morían como moscas.)
¡No, no! No es que los sapos se comieran a los indígenas. Todos esos colores hermosos que adornan el lomo de los anfibios, lindos como los tatuajes que adornan el lomo de los indígenas, son veneno mortal. Afortunadamente los aborígenes tuvieron la ancestral estrategia de cambiar la dieta ante la fuerza de los hechos.
* En realidad, lo realmente sorprendente sería que Sócrates no deliberara.
** Robert L. Stevenson vivió sus últimos años en una de las islas del archipiélago de Samoa, en el Pacífico sur. Es hora de que esa porción de tierra lleve su nombre.
164 Hay una hermosa conjetura que dice así: atendiendo a la gracia del dios que les había procurado esa tierra luego de tantos pesares y cuando ya la esperanza era poca, durante muchos años realizaron esos viajes con destino incierto con el exclusivo fin de la ofrenda a la divinidad. Un sacrificio para la buena suerte y la prosperidad de todos. Pero, independientemente de la suerte del argonauta, y aunque suene raro, lo que se ofrecía en sacrificio no era una vida sino una canoa.
165 Este es un buen ejemplo que refuta la difundida teoría del siglo XIX, y que aún hoy algunos sostienen, según la cual el desarrollo de una cultura está en relación directa con las influencias extranjeras. Por otra parte, eso quizás hable más de la riqueza cultural de un pueblo y no de su desarrollo.
166 Hay hechos parecidos bien documentados históricamente. Por ejemplo; en la Rusia pos revolucionaria se generó gran polémica por la cantidad de tierras reservadas al grano que da el vodka con claro perjuicio de cereales nutritivos. Hoy en día en Yemen, hay una hoja indígena llamada Qad, que es una especie de marihuana sumamente popular que nadie deja de consumir y cuyo cultivo acapara la mayor parte de las tierras fértiles de ese pequeño y poco fértil país. En ambos casos prevalece la idea de mantener al pueblo estupidizado. Algo similar se podría decir de Bolivia y el asunto de la coca, aunque no tanto: la coca da excelentes dividendos. (El caso ruso es conocido. En cuanto a Yemen pueden ampliar en el número de abril de 2000 de National Geographic.)
167 Quizás el caso más emblemático en este sentido se dio en otra isla; Madagascar. El dodó, una especie de paloma enorme, no volaba y era tan lenta y estúpida como su tamaño. O sea, estaba perfectamente adaptado a su medio. O, en otras palabras, para adaptarse a Madagascar basta con ser medio estúpido. A falta de enemigos naturales, el dodó se convirtió en la cima de la cadena alimenticia. Del otro lado del Canal de Mozambique ese privilegio le correspondía al león. De este lado bastaba con ser poco sagaz e inteligente. Pero un día llegó el animal más veloz, voraz, insaciable e insensible: el cerdo, que acabó con el dodó en menos que canta un gallo (o un dodó.)(¿)... Durante mucho tiempo se tomó el caso como expresión de la crueldad de nuestra especie sin mediar ningún tipo de dudas al respecto. Cuando leí sobre esto tendría que haber anotado el nombre del experto que demostró de manera categórica que la culpa es del chancho. Se merece un monumento por exculpar a la raza humana de un hecho tan lamentable. Y eso incluye a los granjeros europeos que llevaron el cerdo hasta la isla. ¿Pero porqué alguien estaría tan interesado en llevar consigo a los cerdos en un viaje tan largo? ¡Porque nuestra especie sólo cambia la dieta bajo condiciones extremas! Si hubieran probado la carne del dodó, hoy el dodó estaría vivo. (Me remito a El animal más feliz de La tierra, Pág. 18.)
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