Las vías de Buenos Aires.
(Los monos, los psicólogos, Descartes y las cicatrices porteñas.)
Un vecino me preguntó:
__ ¿Por qué hay monos?
La pregunta podía considerarse tal vez opaca, tal vez brillante. Tenía en alta estima a mi vecino, decidí que se trataba de esto último. Como no sé decir que “no sé”, ya me disponía a responderle un par de burradas, de tan evidentes que eran, tales como que todos los mamíferos, por ejemplo él, los monos y los burros, tenemos antepasados comunes. Ricardo (prefiero el nombre propio porque “mi vecino” guarda una idea de afinidad que me desagrada) me ahorró el trabajo de avergonzarme, probablemente porque notó que me disponía a arriesgar alguna gansada.
__ ¿Vos crees que el hombre desciende del mono?
__ Si.
__ Decime entonces ¿por qué hay monos?
Ahora podía despacharme con mi argumento de los antepasados comunes sin que sonara impertinente. Podía incluso ejemplificar diciendo que él no descendía de su hermana, pero que ambos compartían a los progenitores. Pero me callé, y con eso di por sentado que él tenía razón. A veces pienso que algunas mentes no merecen ser domesticadas: pierden el encanto.
Todo fue consecuencia del cambio climático. La selva africana se tornó menos espesa y en unos pocos millones de años casi no quedaban árboles. Ciertos monos, que antaño dominaban las ramas, cayeron al suelo. Se adaptaron. Aprendieron a caminar en dos patas. Sólo unos cientos de miles de años consumieron en esa empresa, lo que en términos evolutivos es igual a cero. En 1974 se encontró un esqueleto en perfecto estado de uno de estos seres. Se bautizo a esa “pieza” como Lucy, aunque no era ni hembra ni mujer, (de la misma manera que no era ni mono ni hombre.) Como se trata del primer antropoide con nombre propio, también se trata de nuestra primera abuela con nombre propio. O de Eva, si así lo prefiere, aunque parece que tenía más predilección por las bananas que por las manzanas. Pero Eva era parte de una especie: el Australopithecus Afarensis. [1] Hemos bautizado a nuestros abuelos con ese raro nombre como reconociendo que el ancestro es de todos y de ninguno y, aunque ni usted ni yo invitaría a semejante pariente a tomar el té con rosquillas, estamos en deuda con él. Si le resulta placentero mirar el horizonte, si Peter Jackson fastidió hasta el cansancio con El señor de los anillos y sus ciento de miles de panorámicas, no es tanto porque poseamos una visión frontal como por la costumbre que heredamos de dominar el paisaje al ganar altura apoyados en sólo dos extremidades. Australopithecus afarensis se puso de pié y aquí estamos.
Desde el punto de vista de un psicólogo la línea recta es sinónimo de virilidad, macho, hombre. Por el contrario la línea curva es asociada a lo femenino, a las caderas, a las hornallas. Cuando los romanos construyeron las ciudades del norte de África les dieron la forma de damero, quizás atendiendo inconcientemente a este hecho. Les imprimieron su sello imperial haciendo que las calles se den en ángulo recto. Más allá de las motivaciones irracionales que tristemente podamos sondear, había en esta determinación un fuerte sentido racionalista; desplazar los ejércitos con rapidez, controlar con mayor facilidad – casi de un vistazo – los lugares más apartados y, probablemente, demostrar que el cartesianismo es anterior a Descartes. Las ciudades del nuevo mundo reprodujeron hasta el cansancio este modelo, incluso en lugares donde la estructura del terreno no lo ameritaba. Por eso mismo, cuando se fundó Buenos Aires, los españoles estaban de para bienes. Ninguna montaña. Ningún desnivel. Se podía dilatar cualquier arteria hasta el infinito, y el horizonte – que siempre es fingido en la pampa – se presentaría como el único obstáculo. Fue un gran error. Hasta Ezequiel Martínez Estrada nadie se había puesto a pensar en los inconvenientes que esto plantea; la llanura entra indolente en la ciudad, en la civilización. Sin embargo, para ver el principal inconveniente que plantea la disposición en damero de las calles de Buenos Aires, tenemos que volver a la psicología.
Hemos dicho que esta disciplina traza la correspondencia hombre – recto; femenino – curvo. Luego he asimilado lo recto al racionalismo, e indirectamente, he confinado a los idealistas a la cocina. Y es que los reyes de la gastronomía son los psicólogos, los idealistas más acabados. Porque, antes que nada, esta disciplina es curva, femenina.[2] La comprensión racionalista de las cuestiones irracionales se me ocurre tan banal como acertar el motivo por el cual el genio maligno de Descartes se dedicó al estudio de las matemáticas.[3]
Pero, paradójicamente, los sentimientos pueden despertar sensaciones muy objetivas, como es el caso de la sensación de asfixia que provoca la llanura, o la sensación de libertad que produce la contemplación de colosales montañas desde un valle.
Si uno se mueve por Santiago de Chile puede llenar la vista con bellas montañas al final de cualquier calle. (Incluso puede ser que, estando parado, sea la ciudad la que se mueva debajo de uno.) Estas montañas se llenan de luz a una determinada hora del día y ganarán sombra a medida que el día transcurra. Desplazarse en un auto es volver a dibujar la silueta de estos monstruos incansablemente. Cuando el sol se aleja, las cimas de las cumbres, de un blanco radiante, como caninos de una mandíbula inferior, es lo último que se llega a ver, luego a percibir, y finalmente a intuir. Esta belleza es enriquecida por el altísimo smog, que las mismas montañas sostienen sobre la ciudad, y que se ve como un manto naranja que incrementa su intensidad a medida que el sol cae. Todo esto se puede contemplar desde cualquier punto, al final de cualquier calle, mientras se avanza con el auto, contaminando y embelleciendo el panorama.
Buenos Aires es diferente. El smog es barrido por los vientos más inocentes. El olfato y los pulmones pueden sentirse a gusto, pero los ojos…. La ciudad se ha dilatado tanto que para ver la pampa hay que alejarse varios kilómetros. A decir verdad, la pampa casi ha desaparecido. Originalmente este espacio carecía de árboles, o sólo los tenía en las márgenes del Plata y del Paraná. Esa era la razón de que la vista se perdía en el infinito. Hoy, se mire para donde se mire, la madera ha invadido todo. Enormes grupos de árboles señorean el territorio que alguna vez habitó el venado y el querandí. Paradójicamente, el único refugio que le queda al horizonte es la ciudad. El problema es la falta de poesía. Antes uno se abismaba en el horizonte; hoy… se aburre. Como los escasos parajes bonaerenses donde aún se puede mirar en torno y tener la ilusión que el planeta es grande y vacío se encuentran a gran distancia, es lógico que suframos de claustrofobia. ¿La solución? Construir un enorme rascacielos con el noble fin de recrear la vista, tanto desde arriba como desde abajo. Es insólito; si exceptuamos la torre de Parque de la Ciudad, que se encuentra en una zona inmejorable – no se puede mejorar – carecemos de un mirador.
Claro, el hecho de que las calles sean rectas favorece el desplazamiento de los vehículos, pero el orden cartesiano de las calles, apesta. Ciudades como Paris o Viena sufrieron esta perversión durante el IXX. Se abrieron grandes avenidas, rectas muchas de ellas. Pero el encanto de su historia edilicia y la conservación de parte de su trazado antiguo las salva. En cambio acá…
A pesar de todo, hay excepciones, que no fueron queridas, como la avenida Juan B. justo. Como se sabe, es la consecuencia del entubamiento del arroyo Maldonado, y serpentea sobre la ciudad como si se tratara de un curso de agua. Pero, como no era idea de los entubadotes dejar así un hecho tan particular, se encargaron de rectificar grandes pasajes del Maldonado antes de sepultarlo bajo el asfalto, como para que la ciudad no pierda su discutible armonía.[4] Sin embargo, este arroyo le ha brindado un alto servicio a la geografía urbana. Cerca de su desembocadura, las frecuentes inundaciones obligaron a los constructores del Ferrocarril al Pacífico a elevar su estructura, que adopta la forma de un enorme viaducto que sobrevuela los bosques de Palermo describiendo una monumental curva de noventa grados. Estas inundaciones ya no existen, al menos como para justificar semejante estructura. No obstante, la estructura se justifica por la linda huella que deja en la ciudad.
Esta curva del ferrocarril no es la única y todas ellas obligan a cambiar el monótono trazado de la urbe. La causa de estas curvas es la imposibilidad que tienen los trenes de dar curvas cerradas, aunque el ancho de la trocha sea mezquina, como pasa con el ferrocarril Belgrano. Por lo tanto estamos en deuda con esta limitación. Más aún, estamos en deuda con la desaparición de esta limitación. ¿Cómo? ¿Qué no entiende? En este punto necesito de una digresión, que es algo así como una curva ferroviaria del discurso, para intentar que usted se sorprenda.
El gobierno porteño es aliado del peatón. Antes no había más que tres peatonales; Lavalle, Florida, Caminito y punto. En el último año no sólo se han abierto nuevas peatonales como el trayecto de Diagonal Norte que une el obelisco con plaza Tribunales, el pasaje Discépolo, la bajada de Tres Sargentos, sino que también han ampliado las veredas de Corrientes, Uruguay y el perímetro de la plaza San Martín. Esta fiebre por la circulación a pié también a producido proyectos faraónicos, como el entubamiento de la 9 de Julio y alguno más modesto, como el de techar el ferrocarril Sarmiento entre Once y Caballito.
Cuando escuché de este último proyecto, me lo imaginé realizado: una larga línea de cemento. Lo que me conmovió no fue el proyecto, que tiene sentido común porque no se le puede negar a la zona más densamente poblada de la ciudad un pulmón, aunque este sea de cemento, lo que me conmovió fue la recta en sí. Revisé un mapa y noté que no había tantas curvas de ferrocarril en la ciudad como ya hubiese creído. Incluso exceptuando Parque Chas, el famoso barrio de las calles curvas, y mirando el tema de manera proporcional, había más curvas para los autos que para el ferrocarril.
El error estaba en el mapa. No había que revisar uno actual, sino uno que mostrara la ciudad de antaño. Esto lo supe cuando pude observar un mapa de la segunda mitad del siglo IXX y otro de comienzos del XX. La sorpresa fue importante. La peatonal Caminito había sido originalmente una curva del ferrocarril, del ferrocarril que hoy vemos donde nace la calle. La enorme curva que describe la peatonal Discépolo es consecuencia de la que alguna vez describió el primer ferrocarril del país, que partía de plaza Lavalle y, subiendo por la calle del mismo nombre pegaba una vuelta a la altura de Callao para desembocar en Corrientes. Las curvas que coronan por ambos extremos la avenida Honorio Pueyrredon (calles, Sussini y Giordano Bruno) son las cicatrices que dejó el tramo que unía a los ferrocarriles San Martin y Sarmiento.
Se perfectamente que hay arterias que tienen vueltas, como Estado de Israel o Córdoba, pero son pocas y no guardan el encanto que tienen las calles que descienden del ferrocarril, ese encanto que también tiene mi vecino, a quien convendría mantener apartado de estas líneas.
[1] Se lo ha bautizado así porque sus huesos fueron encontrados en una zona de Kenia donde habita la tribu de Afar. Como el mundo conoce más (mucho más) al Australopithecus Afarensis que a los Afarensis de Kenia, podemos afirmar que mucha gente, al enterarse de la existencia de esta tribu, se pregunta ¿Por qué habrán bautizado a estos salvajes con el nombre del ilustre antepasado?; y es probable que aventuren hipótesis que mejor no suponer.
[2] No caracterizo la psicología como ciencia por obvias razones; le estaría endilgando atributos masculinos. (Pero, como estas razones se me ocurren obvias, quizás este cayendo en un error.)
[3] Si usted no conoce la especulación cartesiana a que aludo tampoco va a entender el chiste, aunque es probable que entienda literalmente que el genio maligno es Descartes… lo cual no estaría nada mal. (Siempre he defendido la ignorancia como fuente de conocimiento – conocimiento de otra naturaleza –, o de otro tipo de humor, como en este caso. Me remito a Las revoluciones de la moraleja.)
[4] La razón principal de la rectificación es evitar las inundaciones haciendo que las aguas discurran con mayor velocidad. Lo mismo ha sucedido con el Riachuelo, en el tramo que va de Lugano a Soldati, y que se puede ver en toda su horrible monotonía desde la torre de Parque de la Ciudad. La razón principal de todo esto se encuentra en el terreno: en la pampa los ríos no forman valle, y por el mismo motivo tienden a desbordar sus aguas. Si alguna ves viajó a Mar del Plata habrá notado una serie interminable de canales que llevan el atractivo nombre de “canal 1”, “canal 2”, “canal 3”, etc.
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