sábado, 5 de noviembre de 2011

La otra cara de Arnaldo (Cuento)

La otra cara de Arnaldo.

 Arnaldo tenía una gran fortuna. Su fortuna, mayormente en moneda extranjera, estaba bien guardada en una confiable caja de seguridad de un sótano del centro. La cantidad de billetes y monedas era tal, que la caja de Arnaldo era de las más grandes que jamás se hayan visto. No obstante el tamaño de su fortuna,  y gracias al hábito por el orden que había heredado de sus padres, mantenía una disposición tan estricta de su plata, que le resultaba muy fácil ubicar un determinado billete o una determinada moneda entre tantas que allí había.
Solía Arnaldo visitar su fortuna con mucha regularidad. A veces se llevaba una moneda, a veces un billete. Invariablemente retornaba a los pocos días, con la misma moneda o con el mismo billete que había sacado algunos días atrás.  Sin embargo, los billetes y las monedas que el afortunado Arnaldo tanto quería, no eran comunes.  Algunas eran del siglo primero antes de Cristo. Otras eran más recientes, pero de países lejanos. Esa plata había recorrido mucha distancia y muchos siglos. Había pasado por muchas manos, (quizás había estrechado algunas.)  Después de tan largo camino habían terminado en las manos de Arnaldo, quien se sentía más afortunado por este hecho, que por el valor real de esos billetes y de esas monedas.
Era viudo y tenía una hija, Florencia. Durante la infancia de Florencia, había procurado ilustrarla en el campo de la numismática (porque así se llama el arte de los que atesoran billetes viejos.) Con ese fin, Arnaldo relataba historias del pasado, frecuentemente cargadas de fantasía.
Fantaseaba con prestigiosos personajes que nunca habían existido, como por ejemplo el duque de Aquitania, Pierre de Périgueux. Era súbdito y vasallo del rey Enrique II, y como tal, debía prestarle auxilio militar armando caballero a uno de sus hijos. Pero Pierre de Périgueux no tenía hijos, sólo una hija, casi tan linda como Florencia. Para poder cumplir con su obligación de vasallo, Pierre rezó para que Dios le diera un varón, pero sólo acumuló niñas en su hogar. Obligado por los hechos, con el transcurso de los años tendría que casar a sus hijas con otros señores, y su fortuna y su rango social desaparecerían. Es por ese motivo que, a medida que iban naciendo las criaturas, que llegaron a un total de siete, sus vecinos le aconsejaban incurrir en el infanticidio. (Matar a un bebé no estaba nada mal, siempre que fuera una niña.) Pierre de Périgueux se negó siete veces,  y finalmente encontró la forma de no perder ni a sus hijas ni a su rey. Instaló un taller de acuñación de monedas, lo cual lo ascendía en la jerarquía feudal y en la jerarquía económica. Cuando Pierre murió, todas sus hijas se habían casado y el taller dejó de funcionar. Sin embargo, el ejemplo había prendido profundamente en sus hijas que, contra la costumbre de la época, se negaron a matar a  las nietas de Pierre de Périgueux. En ese momento Arnaldo sacaba una vieja moneda de su bolsillo y se la entregaba a Florencia. En una de sus caras estaba presente la figura de Enrique II, pero Arnaldo decía tranquilamente que se trataba de Pierre. Al pié del monarca se leía con alguna dificultad su nombre. No obstante, Florencia aceptaba que se trataba del señor de Périgueux,  porque aún era niña y aún creía en su padre.
El tiempo fue haciéndolo un gran cuentista, pero también terminó con la infancia de su hija. Fue entonces cuando buscó formas alternativas de acuñar en ella la pasión por las monedas antiguas.
Arnaldo no solo guardaba celosamente su plata, también guardaba algunos secretos. Su mujer murió el día que nació Florencia. Siempre se mostró muy reservado cuando hablaba de la difunta; se dedicaba a mostrar fotos, e invariablemente terminaba diciendo que en los billetes faltaban mujeres, porque en los billetes sólo se ven retratos de hombres. El día que Florencia cumplió 13 años, que era a un mismo tiempo día de fiesta y de conmemoración, Arnaldo intentó despertar en ella el interés por la plata vieja. Confesó que la madre de la muchacha tenía predilección por el billete de 10 Australes, porque allí estaba la estampa de Santiago Derqui, que le recordaba a su abuelo. Florencia percibió la mentira y, como era sana, olvidó el asunto.
Cuando cumplió 13 años y 7 días, su padre quiso reparar aquel error con un arrebato de sinceridad. Reveló que la madre de la chica, que también se llamaba Florencia, lo había dejado durante un tiempo por un marinero italiano. Rompió a llorar. Dijo algo más, pero no se entendió lo que decía porque respiraba muy mal y tragaba sus lágrimas. Pero súbitamente se interrumpió al notar que su hija permanecía imperturbable. Con mucha audacia y mucho miedo metió su mano en el bolsillo. Le preguntó si quería saber cómo era el marinero, y Florencia no dijo que si, pero tampoco dijo que no. Entonces le tendió el billete de 10 pesos con la cara de Pellegrini, que según dijo se parecía al marinero italiano. “Tomá”, continuó, “gastalo en lo que quieras”, porque ahora quería reparar con un chiste toda su torpe sinceridad. Ella respondió, imperturbable, con inteligencia; “es un hombre realmente muy bello.”
Arnaldo sentía que esa fortuna, que era su hija, se desvalorizaba con el paso del tiempo, exactamente al revés que su fortuna en billetes y monedas. También sentía que la mocosa, que ya entraba en la pubertad, se sentía atraída por los mismos hombres que su difunta mujer. Esto último no le interesaba mucho al señor Arnaldo, pero estaba preocupado de ver en ella mayor predisposición al sexo que a la numismática.
Si bien en la casa no faltaba nada, tampoco sobraba nada. Él vivía de la docencia y de la publicación de artículos en revistas especializadas. Cuando publicaba un libro contaba con un ingreso extra, el cual era muy apreciable, pues sus libros eran muy apreciados por los entendidos en la materia. Este ingreso extra lo invertía íntegramente en la obtención de billetes y monedas viejas, que a su vez, fotos de por medio, pasaban a formar parte de sus libros. De esta manera, la fortuna de su familia, que se limitaba a Florencia, era una fortuna de ficción, como los cuentos que él mismo concebía.
Con el paso del tiempo, la mocosa fue descubriendo que una vieja moneda de esas que tanto apreciaba su padre se podía vender a un alto precio. Que por una de Enrique II le podían dar una enorme cantidad de Carlos Pellegrinis, __con lo cual también demostraba que empezaba a discernir cual era el límite entre la verdad y la ficción, entre Enrique y Pierre de Périgueux__ Seguía escuchando los cuentos de papá como si el tiempo no hubiese pasado. Los mismos eran cada vez más complejos e incluían muestrarios de monedas y billetes que cada día eran más amplios. No obstante, Florencia se aburría soberanamente con esos cuentos, y durante el relato intentaba recrearse imaginando cual sería el valor de la plata que su padre le mostraba. Nunca exteriorizaba su fastidio al respecto, pues comprendía la pasión que despertaba en él la numismática. Indudablemente era una mujer sana, también en este sentido.
Sin embargo, Arnaldo no podía engañarse. El mutismo de su hija hablaba a las claras; nunca formulaba una pregunta sobre lo que él narraba. Además, en la casa abundaban los libros, tanto los de ensayo como los de ficción, y Florencia, que ya contaba 17 años, nunca abría ni los unos ni los otros. De modo que no se podía engañar, la muchacha le huía tanto a las monedas como a los libros. Las dos pasiones de Arnaldo no habían echado raíces en su hija, y no entendía como eso era posible; había regado la plantita cada día, cada noche, se había aplicado y había perfeccionado las ficciones al punto que ya no sabía si publicar un libro de numismática o uno de cuentos. Y Florencia le pagaba con esa moneda. ¿Qué había pasado? ¿Quizás no fuera su hija? Pensó en aquel que era parecido a Carlos Pellegrini, pero se sorprendió de su mismo pensamiento, pues no había dudas, Florencia era hija suya, y aquel tipo sólo constituía un viejo dolor en su vida. Notó que estaba instalando la ficción en su propia historia familiar y quiso abandonar esas estúpidas especulaciones. Aquel viejo dolor lo llevó a Carlos Pellegrini, Carlos Pellegrini al billete de 10 pesos y el billete de 10 pesos lo llevó a pensar en cual podría ser la cotización de ese billete. Recordó que ese billete aún estaba en circulación y que, por lo tanto, no podía cotizarse. Esta extraña manera de ubicar el presente en el pasado lo turbó. Era un hombre que vivía en el pasado, y lo sabía. ¿Acaso no había bautizado a su hija atendiendo a la muerte de su madre?. ¿Acaso no se había dedicado a acumular la plata que la gente ya no usa?.¿ Acaso, de alguna manera, no le había impuesto a su hija sus propios gustos, imponiendo de esa manera el pasado en el futuro?. Encontró una respuesta a su pregunta: Florencia estaba saturada de sus billetes, de sus cuentos y, probablemente, de él mismo. La planta había sido regada en exceso.
No obstante, Arnaldo no dejó de contar cuentos a su hija, pero los hizo más esporádicos. Los mismos se volvieron muy complejos, pues tenía más tiempo para confeccionarlos. Ella escuchaba los cuentos sin quejarse, resignada. Cierta vez fue la historia de una mujer muy querida por los poderosos, a quien todas las otras mujeres, egipcias y romanas, envidiaban. Como era de esperar, al terminar sacó una moneda con la estampa de Cleopatra. Al notar que sus historias pasaban sin pena ni gloria por los oídos de su hija, le preguntó si las entendía. Florencia no sólo demostró que las entendía, también demostró que su mutismo era justificado. Quizás los cuentos le gustaban, pero ella tenía otra inquietud, que ese día le hizo llegar a su padre.”¿Cuánta plata me pueden dar por una moneda de Cleopatra?”, preguntó. Él respondió con sinceridad “varios miles”, pero ya no volvió a contarle cuentos a su hija.
Arnaldo fue muriendo poco a poco,  como manda la vida de todos aquellos que se obstinan en vivir. Un día le empezó a funcionar mal el hígado y tuvo que privarse de algunas comidas, aunque ya no distinguía las unas de las otras porque los sentidos del gusto y del olfato ya no trabajaban. Un derrame cerebral lo privó del don de la palabra. Otro día le empezó a funcionar mal la mecánica de los huesos (reuma que le dicen) y paulatinamente se fue transformando en un hombre sedentario, y finalmente en un ermitaño. Pasaba los días en su silla de ruedas sin poder leer, porque su vista también estaba muriendo, y sin poder escribir, porque el reuma se lo impedía.  Sin embargo, el sentido del oído no lo había abandonado, y fue así que, por la fuerza de los hechos, descubrió que la música era una de sus grandes pasiones ocultas, y si era menor que su pasión por la numismática era porque la había transitado menos, y porque no hay peor insulto para un hombre conservador, que vive en el pasado, que empezar de cero cuando ya se cuenta con más de 80 años.
A medida que su padre iba muriendo de manera tan natural, Florencia fue permitiéndose conductas y pensamientos propios de una mujer realista y madura. Por una parte, vislumbraba la muerte de su padre y el destino final de su fortuna. Por otra parte se dio a la lectura voraz de los libros de la biblioteca familiar. Florencia quería estar bien informada sobre el dinero que podría percibir por tal billete o por tal moneda. No escatimó esfuerzos en este sentido, y hasta llegó a entrevistarse con otras eminencias del área para verificar o actualizar lo que su padre decía en los libros, descubriendo que el paso del tiempo no sólo había hecho mella en el cuerpo de su padre, sino también en su producción intelectual. No quería vivir el resto de su vida con la plata justa, quería ser rica, y si no vendía todas esas antigüedades antes de la muerte de su padre era porque una persona sana no hace eso.
Revolviendo la biblioteca fue a dar con un libro que trataba sobre la Edad Media. Se detuvo en unas hojas que habían sido subrayadas profusamente por su padre. Allí confirmó la existencia histórica de Enrique II, y, si bien no pudo dar con Pierre de Périgueux, pudo enterarse de que la posesión de un taller de acuñación de monedas elevaba al señor feudal en la escala social. También se enteró del infanticidio que se daba por aquellos años. Acumulando lecturas, pudo constatar que detrás de las ficciones de su padre siempre se escondía un hecho real. Era la otra cara de la moneda. Florencia minimizó el hallazgo, pues no podía sospechar que, con el paso de los años, ella misma se transformaría en una escritora de mérito.
Se fue haciendo una experta en numismática y en sus ciencias auxiliares; las historia y la ficción. Casi sin darse cuenta había atesorado un bagaje de conocimientos que inopinadamente le valió el aplauso de los entendidos en la materia cuando publicó un libro para poder subsistir, Algo había cambiado. Notaba que su interés por el tema era espontáneo y ya no atendía a un afán de enriquecimiento material. Ahora le hubiera gustado preguntarle muchas cosas a su padre, pero él ya no podía hablar ni con la dentadura puesta. Además, Arnaldo se había habituado a la música, primero por necesidad, después por costumbre, y finalmente porque, la tardanza de la muerte, lo había hecho un experto en la materia.
Cuando murió, un sector de la cultura se vistió de luto. Sus obras, tanto las de ensayo como las de ficción, eran ampliamente conocidas, Incluso, durante la oración que se elevó antes de su entierro, se hizo mención de su cariño por el arte de los sonidos. Se agregó que su hija había elegido el mismo camino, afortunadamente. Sin embargo, no dejaba de llamar la atención la salud de su padre, siempre cayado, en su silla de ruedas y escuchando música.


            El cuento ha concluido. Pero me gustaría poner en conocimiento del lector el primer final que concebí para esta historia.

Afirma quien esto escribe que Florencia es una ficción de Arnaldo, y Arnaldo una ficción del lector. No obstante, los billetes y monedas están ahí, y nos recuerdan que en este cuento sólo hay una persona que ha existido realmente: Enrique II. Yo creo que Enrique II juzgaba a todas las hijas de Pierre de Périgueux una ficción de Pierre de Périgueux, y a Pierre de Périgueux una ficción de quien esto escribe.
                                                                       Arnaldo; 22 de marzo de 2005


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