Antes de empezar quisiera aclarar que amo a la provincia de Misiones y a casi todos mis familiares que por allí andan. Este texto es solo una de las tantas experiencias que tuve por allí.
MIRANDO UN ARBOL ATENTAMENTE
Con asombroso poder de síntesis Juan Bautista Alberdi denostó la ciencia geográfica de la siguiente manera: “Buenos Aires está más cerca de Paris que de Salta”. Juan tenía razón. Y tenía razón expresando un sentimiento, el sentimiento de sentirse muy lejos de la civilizada Buenos Aires cuando uno se encuentra en la bárbara Salta. Lo que el autor de Las Bases ignoraba es que más de un siglo después de su muerte los mapas siguen equivocados. Más aún; el avión acercó notablemente Salta a la Capital de la Republica pero, contra todos los pronósticos, Salta continúa lejos y Paris continúa cerca.
Le voy a contar una historia que tiene por escenario otra zona bárbara del país; Misiones. Pero no cualquier Misiones sino las zonas remotas de la provincia[1] Ni la civilizada Posadas ni las turísticas cataratas. El lugar donde me ocurrió la historia que les quiero transmitir está ausente en los mapas. Sus imprecisas coordenadas se pueden arriesgar de la siguiente manera: al sudeste de San Vicente, unos 30 kilómetros camino a pueblo Illia bajando a la derecha en el segundo sendero pasando la escuelita que linda con la iglesia ortodoxa rusa. Pero antes de presentarle al lector este insólito lugar debo llevarlo por el itinerario de mi vida para que observe los motivos que me llevaron a tan salvaje sitio.
La adolescencia es una edad difícil. Entre los 13 y los 20 años uno va alcanzando su personalidad. Mi madre llegó de Misiones a los 13 y hoy es una porteña hecha y derecha. Viéndola caminar con paso firme y ligero nadie sospecharía que procede de la jungla. Allá quedaron 8 hermanos y un sinfín de sobrinos. Superando los costos y las distancias mi madre suele volver a su tierra, menos de lo que ella quisiera y más de lo que quisiera mi padre12. Siendo adolescente acompañe a mi madre en esos safaris (verdaderas orgías vegetales). Cuando llegué a los 20 años alcancé mi personalidad y decidí no volver a esa remota región de la patria que, para colmo, siempre ocultaba un nuevo familiar.
Una tarde reciente mi madre me despachó para Misiones con una tarea que no podía y no quería eludir. Tenía que comprar una cantidad insignificante de hectáreas. Me lustró las botas y me metió en el colectivo. Dieciséis horas después estaba en San Vicente. Intenté recordar las adyacencias de la terminal que me habían visto pasar alguna vez. San Vicente no es gran cosa y los mapas lo ignoran con justicia. Estaba completamente desorientado cuando alguien me llamó. Se presentó una persona de modales muy femeninos para la zona. Dijo que era hermano de mi madre y que yo era como un hijo para él. El desconocido entró a caminar y lo seguí, más por abulia que por filiación. Se dejaba ver que era pastor porque todo aquel que se interponía en su camino se hacía a un lado y se sacaba el sombrero. Hubo quien le tendió alguna legumbre y algo de dinero. Mi tío era una persona importante, y automáticamente yo también. Nos aproximamos a un auto que ningún cardenal ostentaría. Las puertas estaban sin llaves como corresponde a un pueblo que no figura en el mapa. El auto avanzó y los otros autos se apartaron de su camino al tiempo que saludaban con la bocina. Durante el viaje no intercambiamos palabra. La gente de pueblo habla poco y saluda mucho. Llegamos a una granja con más niños que gallinas. Me invitaron a comer. La mesa era grande como la familia y todos me miraban en silencio... con silencio. Investigaban mi cara de tal manera que podían percibir como me crecían los bigotes. Avergonzado, agaché la cabeza. La que sería mi tía distribuyó platos con una materia negra en el medio. Me dijo que era cerdo. Para saciar el apetito y para no levantar la mirada comí hasta donde me fue posible. Ya sin excusas para mirar hacia abajo incorporé la cabeza. Noté que no habían tocado sus platos. No sabía si atribuirlo a una exagerada cortesía o a la lentitud propia de esta gente. Algo andaba mal porque todos me miraban con dureza.
--No importa—dijo mi tío, y todos cruzaron sus dedos y bendijeron la comida. Cuando terminaron, mi tía se acercó para retirarme el plato que ya no iba a continuar comiendo. Para reparar aquel error me paré rápidamente con el plato en la mano y le dije que no se preocupe. Fui hasta el tacho de basura y allí arrojé las sobras. Inmediatamente busqué un gesto de aprobación en mi tía.
--Mónica—le dijo a una de sus hijas—sacá del tacho la comida de los perros.— Era una pesadilla. Los perros se comieron al cerdo que tantas noches custodiaron y ella, que no quería desagradar, me comentó que lo habían preparado para mí. Retorné a mi silla y empecé a transpirar. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas.
--¿Cómo es Buenos Aires?—preguntó una prima de unos 12 años que evidentemente estaba informada de mi paradero.
--Grande—respondí.
--¿Cuántos Kioscos tiene?—Se me hizo un nudo en la garganta al ver sus deseos infantiles insatisfechos.
--Muchísimos porque hay muchísima gente.
-- ¿Muchísima gente?...¿Y como se encuentran?
--Callate, Greta-- Terció mi tía. Hubo un silencio incomodo (uno más) y continuó.-- ¿Cuántos hermanos tenés?
-- Uno.
-- ¡Que vaga que es tu mamá!—Respondió la bruta, que dicho sea de paso, ya sabía la respuesta.
Pasé la tarde entre sandías y algún sermón. Se fue el sol y vino el mate. En todo ese tiempo casi no abrí la boca y no tomé ningún tipo de iniciativa. Los chicos se fueron a dormir un poco decepcionados, parece que esperaban otra cosa de mi.
Las casas de los colonos son de madera. Puede darse el caso de que, como mi tío, tengan un auto cero kilómetro y varios tractores. La casa siempre será de madera. Es por eso que, cuando sale el sol, la luz se filtra por las hendiduras de la casa (a veces se filtra una gallina) y uno debe abandonar el colchón.13 Así aprendí que hay sutiles términos intermedios entre vivir en un hogar y vivir a la intemperie. Cuando el sol me despertó me dirigí al baño. Es como ir de excursión porque siempre se encuentra a varios metros de la casa, junto al chiquero. Los baños de los colonos siempre serán de madera y consisten en un poso negro abierto. Uno puede ver diseminados a lo largo de la chacra una serie de baños en ruina. Cuando un poso se llena se abre otro; porque si faltan posos sobra espacio.14
Subí al auto de mi tío. Franqueamos los montes por los rojos caminos que se acuestan en la verde selva. Bruto paisaje aquel. A la media hora llegamos al campo que me había llevado tan lejos. El campo que mi madre quería comprar para volver de alguna forma. Lo había imaginado culto, trabajado. Pero allí solo había árboles, uno al lado del otro, invariablemente.
Me presentó como el hijo de la Carolina. Sentí sincero orgullo. El hombre me miró como se mira un yuyo. Sus ojos, achinados al estilo ucraniano, inspiraban desconfianza. Practicaba un movimiento con la mandíbula. No pude precisar si masticaba algo o acomodaba la postiza. Parecía nervioso. Quizás el tipo odiara a los pastores. Con seguridad no odiaba a los brutos. Empecé a mover la mandíbula para no ser menos. Me puse a temblar, se me aflojaron las piernas, caía un sol egipcio. Pasó un perro. Pasó otro. Pasó un pibe. Crucé los brazos, pero al notar que el campesino nunca lo hace guardé las manos en los bolsillos. Recordando que esto último tampoco es propio de un campesino las puse al costado del cuerpo. Aprendí que la forma más incómoda de estar parado es simplemente estar parado.
--Sentate, hijo de la Carolina.-- La bestia maniobraba su aparato conceptual desde los tópicos más inesperados.—Va’ fumá o va’ tomá.
--Agua, por favor.
Miró desdeñosamente a mi tío. Tomó una pava negra que descansaba en el suelo y llenó dos vasos roñosos. Los vasos desbordaron debido a su generosidad. Retornó el perro para saborear lo que sobraba del vaso.
--¿Cómo se llama?—pregunté, aludiendo al perro. Me miró con la misma cara con la que yo contestaría a alguien que me preguntara por el nombre del timbre de mi casa. Escupió lo que venía masticando y pude ver que se trataba de tabaco, antes que el perro se lo comiera.
-- ¿Cuánto pide por el terreno?—pregunté.
-- Yo ya hablé con tu mamá. No tengo nada que hablar con vos. Pagá y esto es todo tuyo.
Me costó mucho convencerlo de que nos deje a solas. Se metió en la casa (que es una metáfora porque solo se trataba de una cucha.)
-- Querido tío,¿ usted considera que debo comprar el terreno?
-- Si.
-- Yo solo veo árboles.
-- Yo también.
-- ¿Cuánto me pueden cobrar por sacarlos?
-- Querrás decir ¿cuánto te tienen que pagar? Es pura madera.
--¿Cuánto me pueden pagar?
-- Eso es para los que ya tienen casa. Ahí—señaló los árboles—ahí tenés la casa, el baño y el galpón.
--¿Y levantar una casa, cuanto sale?
Me miró como se mira un yuyo y luego estalló en una poderosa carcajada.
-- No me siento capacitado para construir. Quizás usted...
En eso retornó el ucraniano.
--He decidido no comprarle el terreno.
El ucraniano tambaleó, se le hincharon los ojos, se le crisparon los dedos y hasta despidió un olor que llegué a percibir.
-- ¿Cómo?—Balbuceó.
-- Lo que escuchó.
Hubo un pequeño silencio opresivo.
-- Basura. Hijo de una gran puta. Carolina vino y vió, basura de mierda. ¡¿Qué es lo que no te gustó?!
-- Todo.
--Que va andar trabajando fuera de casa en Buenos Aires. Acá trabaja su tierra; tierra suya, boludo de mierda. Y a vos—dirigiéndose a mi tío—y a vos, que me hacés perder el día prometiéndome terminar con la maldita deuda. Ahora no te la voy a pagar nunca.—Y con todo su odio se perdió en el bosque.
-- Cristo—le dije al acreedor en tono de reproche y con la elocuente brevedad que había aprendido de ellos.
Me quedé mirando los árboles. Elegí uno y lo miré con atención. Para un campesino eso era una casa. Para mi un estorbo. Estaba en otro país y se hablaba en otro idioma. Como en Paris pero más lejos.
Subí al auto de mi tío. Franqueamos los montes por los rojos caminos que se acuestan en la verde selva. Bruto hombre aquel. Y mi madre quería retornar comprándole un campo. Lo había imaginado culto, trabajador. Miré a mi tío. Pero allí solo había brutos, uno al lado del otro, invariablemente.
[1] Es interesante notar que el término remoto que en principio es aplicado para hablar de algo alejado, se emplea frecuentemente para designar lugares inhóspitos, término que a su vez designa lugares inseguros, pero inseguros para el hombre civilizado y no para quienes habitan esos lugares. La frase de Alberdi perdería fuerza pero ganaría en claridad si se la formulara así; Salta es un lugar más remoto que Paris.
12 Mis abuelos paternos son españoles o sea, de las proximidades de Buenos Aires.
13 Los colchones están hechos de plumas de gallina. Todo el colchón es la suma de las gallinas que prepararon para los invitados. La casa que tiene mayor cantidad de colchones es la que tuvo mayor cantidad de visitas.
14 Los posos están llenos de gallinas. Todos los posos es la suma de gallinas que prepararon para los invitados. La casa que ostenta la mayor cantidad de posos es la que tuvo mayor cantidad de visitas.
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