A primera sangre.
El duelo era una institución entre los germanos del siglo XII. Bastaba con que alguien ponga en entredicho las palabras de otro para que se fijara una hora para derramar sangre. Así, los contendientes restituían su honor, incluso si a alguno la suerte le era tan adversa que terminaba muerto. Pero el honor no era lo más importante. Quien se llevaba la victoria estaba en posesión de la verdad; verdad que dios le había concedido. Por lo tanto, vencer era necesario. Para ser más específicos; no solo era necesario, también era irrevocable, y por lo tanto no daba margen a la revancha. El que perdía, perdía. Y si llegaba a perder la vida… enhorabuena, pues ya sea muerto, ya sea vivo, el infortunado estaba condenado por toda la eternidad. De esta manera, se dio incontables veces en que el derrotado en un duelo a primera sangre prefería morir.
Era una época de certezas como no ha habido otra, como seguro no habrá. Uno podía ser un mitómano, un calumniador, un patán, daba lo mismo. Si se contaba con una muñeca ágil, eras el más sincero de los hombres. Claro que toda época tiene sus bemoles. En el siglo XII (incluso hasta hace muy poco) la gente era gente de palabra, y se confiaba en la palabra de la gente, por lo cual no era fácil encontrar patanes, calumniadores, mentirosos y ese tipo de insanias. Pero que los había, los había, como el Conde de Hessen.
Cuentan que el Conde de Hessen, diestro en el huso de las armas, tenía obsesión por los duelos. Pero además de obsesivo era ansioso, y quería demostrar su destreza arreglando uno, quizás insultando gratuitamente a la madre de fulano. Luego dios le daría la victoria y ya no habría más que hablar: la madre de fulano sería una verdadera prostituta. Todo planificado. Pero no era fácil. Los duelos se establecían entre personas de igual condición. En Hessen eran pocos, casi todos vasallos de él. Por lo tanto estaba obligado a buscar otro conde para satisfacer sus deseos.
Aturdido por este pensamiento llegó un día en que se puso triste. Su mujer, la condesa, al verlo así, le trajo algunas bagatelas; collares, pulseras y otras cosas. Se las presentó como artículos de oro que le habían acercado desde Constantinopla. El conde podía ser un ignorante en orfebrería, pero era muy sincero con él mismo. Tenía una gran indiferencia por los metales, y en nada ayudaron esas cosas a restituir su alegría. Más tarde la condesa le trajo un enano para que se divierta. Pero los enanos no le gustaban, y por otra parte eran seres cortos que parecían satisfacer el rol que en suerte les habia tocado, despertando su envidia. Lo suyo era el duelo y dios parecía ignorarlo.
De pequeño había practicado con su hermano, quien también demostraba tener gran porvenir en el cultivo de este arte, al punto de vencerlo en alguna ocasión. No eran combates serios, eran juegos infantiles. La espada no brillaba porque la madera no brilla, y la sangre solo se mostraba en forma de hematomas o magullones que pronto sanaban. Fue el padre el que lo alejó de su vida. Quería evitar que los años trajeran sangre en el seno de su familia, y decidió mandar lejos al menor, sólo porque no estaba en los planes de heredar ningún patrimonio de Hessen, aunque eventualmente podría quedarse con otros patrimonios, menos importantes, lejanos.
Nuestro personaje había tenido una oportunidad. El conde de Bonn se había mostrado incapaz de acudir a su castillo con rapidez, quizás porque vivía a cuatro jornadas, quizás porque también era un conde, y el de Hessen se lo hizo notar por medio de una carta – no quería acercarse para corresponder con la misma ofensa – en la cual lo destrataba y lo obligaba a concertar un duelo, dándole la posibilidad de elegir fecha y hora, tan sólo para demostrar que él también era un caballero medieval. Ocho jornadas después recibió una misiva que había sido dictada por la condesa de Bonn, explicándole que su señor llevaba una ausencia de tres meses, pues había ido en peregrinación al Santo Sepulcro. Confirmaba, para sorpresa de nuestro conde, que su señor la atendía poco y mal. Seguía diciendo que, cuando regresara, aproximadamente en un año, ella misma se encargaría, de ser necesario, de empujarlo a tal enfrentamiento. Cerraba el informe deseándole mucha suerte y ofreciéndole la mano, si es que la rueda de la fortuna, que otros llaman dios, estaba de su parte. Pero el de Hessen era bien servido por su mujer y muy ansioso como para esperar tanto tiempo.
Llegó a envidiar s sus siervos. Ellos podían encontrar un rival con mucha facilidad. Ese dañino sentimiento merecía ser anulado, y tuvo una genial idea. Provocaría un conflicto entre dos de ellos. Había pensado en todo. Probablemente se quedara sin un siervo, pero, aunque eso no era bueno, saciaría en parte su pasión y, como gratificación adicional, cobraría venganza contra al menos uno de entre los de esta clase que tanto envidiaba.
Ya que había que elegir, el conde de Hessen citó en su castillo a dos de sus más odiados siervos. (Si corría con la posibilidad de quedarse sin uno, al menos lo sepultaría con parte de su odio.) Primero hizo pasar al siervo A, y le habló de esta manera:
__ ¿Lo conoces al siervo B?
__ Mi Señor, estando viniendo hacia aquí me lo he cruzado, y me ha dicho que usted, mi Señor, también le ha dado cita bajo este techo.
__ Y tu, holgazán, __ lo odiaba por eso__ ¿no te atreviste a preguntarle por qué le he dado cita bajo este techo?
__ Ese no es problema mió. Sólo quería hacerme con algunas monedas que me estaba debiendo __ Dijo el siervo A, con corrección.
El conde se frotó las manos.
__ Pues ahora sí es problema tuyo. El siervo B anda publicando que tu madre es una puta.
El siervo A bajó la cabeza. Justo entonces la condesa abrió la puerta.
__ Querido, traigo un siervo que asegura que lo llamaste.
__ Hazlo pasar.
El siervo B se paró junto al siervo A. El conde, cómodamente sentado, esperaba ansioso. Como nada dijeron, tuvo que abrir la boca.
__ Supongo que lo conoces __ le dijo al que recién entraba.__ ¿No tienes nada que decirle, enfermo?
El siervo B, a quien el conde odiaba porque era epiléptico y porque los otros siervos por eso mismo lo consideraban poseído por los dioses, tuvo que hablarle a su colega.
__ Una vez que haya saldado la deuda que tengo contigo volveré a tu casa y entraré en tu madre, como ya es costumbre.
Al conde se le cayó la mandíbula. Siempre había estado mal informado sobre sus siervos, pero nunca había pensado que para mentir era necesario un mínimo de información. El siervo A adelantó unas palabras pues ahora se sentía obligado para con su señor.
__ Nunca quise ocultarle nada… Puedo cederle a mi madre cuando usted lo disponga.
El conde no era ingenuo ni tonto, pero como muchas veces se da entre las personas de ansiedad desmedida, en el apuro llegaba a cometer torpezas de este tipo, cercanas a la estupidez. Aunque nadie lo notara se sintió expuesto, pero se recompuso con prontitud. Le ordenó a su señora que saliera.[1] Se incorporó para sacar algo de debajo del cojín que ocupaba y luego volvió a sentarse.
__ Estas joyas vienen de Constantinopla y luego de tan largo viaje finalmente pueden descansar entre los tuyos, holgazán, o entre los tuyos, enfermo.
El enfermo, contento y creyendo que su señor ya había concluido, dijo.
__ En la de ambos, señor
__ Lo dividiremos a la mitad.__ Dijo el otro, casi como si la relación que entre ellos había fuese tan sólida que no permitiera a uno tomar una decisión sin que el otro automáticamente la acepte.
Al conde lo invadió un ataque de sinceridad.
__ Bueno, divídanlo si así lo quieren. Pero es mi voluntad que se traben en un duelo.
__ No es posible, señor __ dijo uno.
__ No sería un duelo parejo __ dijo el otro.
__ Estoy en deuda con él__ dijo el enfermo.
__ Está en deuda conmigo__ dijo el holgazán.
La paridad que mostraban al hablar contradecía la supuesta disparidad monetaria que les impedía batirse. El conde supuso que con las armas se llevarían tan similares como con el verbo. Se excitó de sólo pensarlo.
__ Basta de palabras, holgazán. Yo saldaré tu deuda.
__ Aún así sería imposible__ dijo uno.
__ El que está en deuda soy yo, no usted__ dijo el otro.
__ ¿Y eso qué cambia?__ vociferó el conde.
__ Me ha dado la palabra__ dijo el enfermo.
__ Le he dado la palabra__ aclaró el holgazán.
Alguien golpeó la puerta con insistencia, porque el conde no estaba en condiciones de escuchar, perplejo por lo que acababa de escuchar. La condesa abrió la puerta. Su señor la desnudó con la mirada y ella entendió que, en lo sucesivo, debería esperar una orden para entrar, acaso dos.
__ Te traigo una noticia buena y una mala. La mala es que murió tu padre, el marqués de Shlehergorn. La buena es que, apartir de hoy, eres el marqués de Shlehergorn.
La señora miró que su señor miraba la puerta y salió. El conde de Hessen y ahora también marqués de Shlehergorn tenía otra oportunidad. Sólo debía procurar encontrar un marqués como él. Las convenciones medievales estipulaban que derramar sangre de algún familiar era como derramar la propia sangre, pero al marqués y conde le hubiera encantado ensartar a su padre, motivo por el cual llegó a lamentar su muerte.
Corrió con la mirada a sus siervos. Cuando se quedó sólo reflexionó sobre la extraña condición que dios le había deparado. Había pasado por alto un hecho importante. Su adversario tenía que aunar ambos títulos de nobleza para ser un rival en potencia. (En realidad el marqués no tenía enemigos en potencia. O los tenía o no los tenía. Su enemistad era vocacional; él elegía a quién odiar. Pero lamentablemente estaban todas estas trabas feudales que dios había instituido para su desgracia. Y aunque él no creía mucho en dios, los otros sí. Una pena. Desde su perspectiva, dios no hacía suficientes méritos como para que él deseara su existencia.)
Obviemos los pormenores que siguen en orden en la vida del marqués. Son cosas muy aburridas y no hay forma de adornarlas, ni aún mintiendo. Vayamos a una rápida reseña. El trato con su mujer se afianzó gracias a la distancia cada vez más pronunciada que mediaba entre ellos. Pudo esporádicamente trabar en duelo a algunos de sus siervos, hasta que sus suspicacias fueron ventiladas. La muerte de algún ignorado familiar en tercer grado lo benefició con un principado, por lo que tuvo que cambiar su paradero, así como sus potenciales rivales que, o no daban la cara, o lo superaban en hidalguía. Pero el ascenso en la escala social incrementó su aburrimiento. Probablemente porque mucho se aburría, probó el brillo de las joyas y la gracia de los enanos, que no le depararon más que sinsabores. Sin embargo, el itinerario de la vida lo arrojó, víctima de insospechados matrimonios anteriores que gente ajena había contraído, a la cima de toda jerarquía. Lo promovieron a rey. Y en este momento sí podemos detenernos en jugosos detalles.*
Ya como rey adoptó el nombre de Edelverto 1, porque nunca le gustó ser segundo de nadie. Lamentablemente contaba con una pléyade de consejeros que parecían hacer todo lo posible por limitar su acción. Hasta para ir al baño lo seguían con la mirada, como solicitándole una entrevista. Todos sus movimientos merecían ser registrados y difundidos entre sus súbditos. Él soportaba, ser rey no era algo menor, y de alguna manera le gustaba eso de ser tratado como aquel a quien dios había elegido para administrar el reino. La cercanía con la divinidad lo hizo reír por primera vez en su vida. Recordó a aquel enfermo al que, siendo el último eslabón de la cadena social, los otros siervos consideraban poseído por los dioses. “Qué ignorantes”, pensó.
Ser rey tenía sus ventajas, a no dudarlo. Ahora arreglaba duelos a su antojo, casi a diario. Ordenaba que los mismos sean a muerte, para su mayor deleite. (Si él estaba dispuesto a morir en un cotejo era obvio que debía exigir lo mismo de los demás.) Los disfrutaba como un niño. Pero la misma frecuencia lo aburrió, y el aburrimiento lo transformó en un anciano. “Si tan sólo pudiera intervenir en la pelea”, se decía.
Había otra ventaja importante. El soberano podía entrar en cualquier mujer, aunque preferentemente tenía que evitar dejar embarazada a cualquiera que no fuese la reina, que seguía sirviéndolo con la misma diligencia que antes, pero quizás no sólo a él. Le colocó un cinturón de castidad. No tardó en descubrir que sorteando mil obstáculos ella se lo sacaba con mucha frecuencia. Sus consejeros le sugirieron propinarle una golpiza. Su majestad, viendo la oportunidad, se decidió por batirla a duelo. Los impertinentes censuraron ese procedimiento arengándolo con las negativas consecuencias que ese acto podía tener en una persona de su altura. El se quejó, apelando a la lógica: dijo que el único contrincante que le quedaba era la reina. Como le negaron satisfacer ese deseo corrió tras la reina con el propósito de aplicarle los puños. Los consejeros lo frenaron a tiempo. Le dijeron que, para golpear a la reina, como para cualquier cosa que deseara, contaba con una multitud de personas cuyo número ascendía hasta confundirse con el de todos los súbditos del reino. Él debía quedarse sentado, velando por el bienestar general, eso era todo, aunque de algún modo estuviese sacrificando su propio bienestar.
Si, dios no existía, o existía para todos menos para él. Por coacción, lo cual le llevó largas jornadas, logró que sus consejeros aceptasen su pedido, bajo la excusa de que la reina golpeaba la puerta más de lo debido.
Así fue como, con el tiempo, y bajo la misma excusa, contrajo cuatro nuevas nupcias y venció a cuatro reinas más.
Se aburrió. Se trataba del sexo débil. Los enfrentamientos duraban poco y había que esperarlos mucho. Ansiaba lo que todo rey ansía, y dios, como otras veces, le dio la oportunidad que él no sabía apreciar debidamente. Como siempre, sólo era cuestión de esperar. (El Señor de todos los señores cuenta con todo el tiempo del mundo, y no le gusta que sus súbditos, por reyes que fueren, anden ansiosos por conseguir las cosas.) Fue la primera ocasión en que sus cuarenta consejeros se presentaron para darle una buena noticia.
__ Su majestad, traemos malas noticias__ dijo uno.
__ El rey de Hungría, a invadido vuestro reino__ dijo el otro.
__ Tenéis que responder sin dilación.__ dijo un tercero.
Como los otros treinta y siete consejeros nada agregaron, Edelverto 1 tuvo un minuto para reflexionar. Conocía de sobra que los problemas con sus vecinos se presentaban siempre como “malas noticias”, lo cual equivalía a “tenemos una excelente oportunidad”, expresión que era poco decorosa para la época. O quizás lo malo no descansara en el hecho en sí, sino en la evidente trasgresión del rey de Hungría, quien había faltado a su palabra. Pero no dejaba por eso de estar obsesionado por su mayor pasión, y abrió la boca para dejar escapar su debilidad.
__ Quiero que ya mismo concierten un duelo con ese bellaco.
A lo cual siguió una respuesta que, como no podía ser de otra manera, dividieron en cuatro.
__ No es posible, su majestad.
__ Se trata de reinos, su majestad.
__ La espada de un rey es su ejercito, su majestad.
__ A menos que con su sola espada pueda vencer a todo el ejercito de Hungría.
El rey, luego de condenar a muerte a este último, se tomó otro momento de reflexión. Pasó tanto tiempo reflexionando que, inopinadamente, y a su pesar, tuvo que pedir consejo. Los treinta y nueve que allí había, recordando la suerte del que faltaba, callaron. Edelverto 1 insistió, pero lo hizo de modo casi tierno, porque la situación le estaba enseñando que su anterior conducta y ese silencio le podían deparar muchos enemigos, y en su círculo más íntimo. Ser rey tenía sus ventajas, pero podía ser más peligroso que ser villano. Demostró inteligencia en la solución del problema.
__ No voy a matar a nadie... hablen... les doy mi palabra. __ y ya saldado el inconveniente, agregó__ Quiero escuchar a todos, que nadie calle. Que me digan en perfecto alemán su consejo.
De esta manera se congratuló con los treinta y ocho (uno resultó ser húngaro) y produjo una sangrienta guerra contra su hermano, Segismundo IV.
La contienda se llevó a miles pero, como suele suceder, ambos monarcas resultaron ilesos. Edelverto y su odiado hermano se entrevistaron para acordar los términos de la paz, a mitad de camino de ambos, casualmente en la población de Hessen. La olvidada región se conmocionó al saberlo. Edelverto había dejado un mal recuerdo; Segismundo había partido de pequeño, pero nadie olvidó la pasión que hermanaba a los dos.
Para sorpresa de los consejeros del rey de Germania, el rey de Hungría manifestó su incontenible deseo de dirimir el futuro de ambos reinos, espada de por medio. La burocracia de ambos bandos intentó vanamente poner razón donde no la había. Ningún impedimento mediaba para que se consume el duelo. Dos monarcas acordaron algo, con lo difícil que eso resultaba, y lo hicieron por el camino fácil, que consistía en prescindir de todos esos burócratas que sólo instigaron para embarcarlos en una guerra innecesaria.
Los hermanos, sin decirse palabra, marcharon hacia un campo abierto. Era evidente que la resolución del conflicto iba a asumir esa forma, y que los de afuera eran de palo. Un consejero elevó una protesta. Edelverto desenvainó su espada y se la hundió, justo encima del ombligo. Segismundo lo imitó; eligió uno de los suyos, que nada había dicho, y lo perforó justo en el ombligo, demostrando mayor pericia. Se habían ganado el odio de sus respectivos séquitos. Pero, se sabe, la pasión no se detiene ante nada, y por otra parte, hasta que entren en consejo y tomen una decisión podía pasar una eternidad, y para entonces uno de los dos, quizás ambos, ya habrían muerto. Todo esto es una disquisición estéril, porque ninguno de los dos, ciegos como estaban, podían razonar algo. A lo sumo se puede conjeturar que estaban gobernados por la adrenalina que siente un andinista en la cumbre del peligro.
Quien alguna vez se haya trabado en una pelea sabrá que el tiempo se contrae grandemente, por larga que sea la pelea, como en este caso. Mostrando una paridad extraordinaria, el plazo de diez minutos no dio por tierra con ninguno. Hicieron un alto y se volvieron a trabar por diez minutos más. Alguien bostezó. No hay nada tan aburrido como el encuentro entre dos iguales. Si uno ataca brillantemente, el otro se defenderá de igual manera, y la sumatoria general será igual a cero. Sólo la mente filosa puede, en el plano de las ideas, advertir la mágica fascinación que conlleva este hecho. Y, mientras los únicos en condiciones de apreciar esto se dedicaban a liquidarse, los de afuera evaluaban la posibilidad de desaparecer o de intervenir. No podían empatar, dios no lo permitiría, Él tenía todo el tiempo del mundo. Pero el tiempo de dios no era el tiempo de Edelverto. Prisionero de su defecto, no pudo escapar a su naturaleza. Ansioso por poner el punto final, aceleró el pulso de su muñeca y no pudo sostener el impulso de su espada, que fue a parar lejos. Segismundo, sin mérito propio, ahora tenía a su hermano indefenso como un siervo. Estaba decepcionado. Era una victoria humillante, pero inapelable. El duelo había sido pactado, generosamente, a primera sangre o a muerte, y no se había dado ninguna de las dos. Segismundo esperó la palabra de Edelverto, que finalmente llegó.
__ Matame.
__ Nadie va a matar a nadie.__ Los siervos elevaron un suspiro.
__ Matame. Así lo dispuso dios. ¿Qué sentido tendría seguir con vida?
__ Dios a dispuesto que yo sigua vivo, pero que sentido tendría si no dispongo de un contrincante tan bueno como vos.
Los siervos querían ver morir a un rey, y hacían llegar su pedido protestando. El barullo era admirable, pues la servidumbre era mayoría absoluta. No se podía ignorar el ensordecedor reclamo, y el que había vencido levantó su espada y perforó a su hermano. Lo hizo sin mucha convicción, y la acometida no fue certera, casi como si estuviera esperando que la rueda de la fortuna girara entre la vida y la muerte del infeliz. Segismundo bajó el arma. Bajó también la cabeza. Abstraído, parecía pensar en la sinrazón de todo eso. Parecía triste. Parecía que había perdido el duelo. Dio media vuelta, dándole la espalda al otro. Levantó la cabeza y vio a los siervos. Estaban callados… no entendían. Edelverto, como no le quedaba más remedio que vivir, se incorporó con dificultad, tomándose la herida. El rival continuaba dándole la espalda. Su arma, que no había logrado mancharse con sangre, distaba un metro de su posición, pero llegar hasta ella en esas condiciones era como recorrer cuatro jornadas. Según parecía, dios lo abandonaba, y así todos parecían entenderlo. Quiso dar un paso y se cayó. A pesar de estar en el suelo, Edelverto 1 consideró la posibilidad de llegarse hasta su espada, aunque más no sea arrastrándose como un gusano, aunque todos ya se hubiesen retirado cuando la ganara. El del siglo XXI de seguro arriesgaría que la intención del rey de Germania era liquidar a su hermano, que aún permanecía de espaldas. Pero todos los espectadores del siglo XII entendían perfectamente que su intención era terminar con su propia vida, porque dios, que era más que Segismundo, así lo había resuelto. Sin condado, sin marquesado, sin reino, ¿qué sentido tenía seguir? Junto a su espada yacía aquel consejero al cual había matado y junto a este el rey pudo ver las botas de otro consejero. Le ordenó que le alcance la espada, pero la mala predisposición que mostraba hacia él, y los sucesos – ahora era consejero de Segismundo – lo dejaron sordo. Se siguió arrastrando penosamente hasta la espada. Ya la estaba por alcanzar cuando este mismo consejero la tomó y la arrojó unas cuantas jornadas más allá. Parecía que estaba condenado a vivir. Los siervos querían verlo muerto, quizás porque lo conocían mucho, pero no podían matar a un rey sin el consentimiento de otro. Tirado en el suelo, Edelverto no pudo dejar de pensar que todas esas cosas también las quería dios. Insólitamente este pensamiento lo obligó a brindar con la vida, y ya no quería morir. No dijo nada, porque cualquiera de los allí presentes – excepto los siervos— se hubieran encargado de matarlo, tan solo para contradecirlo, y se felicitó de no haberle manifestado ese pensamiento unos momentos antes al ingrato consejero. Segismundo giró sobre sí y lo contempló. Pero no pudo sostener ningún razonamiento porque algo inesperado tomó por sorpresa a todos. Los siervos entraron en transe, elevando sus manos al cielo, invocando vaya a saber uno qué. Se aglutinaron en torno de algo o alguien. El rey de Hungría y ahora de Germania no podía y no debía permanecer ajeno a eso. Quiso apartar a los alborotadores para apreciar qué se escondía en el medio, pero no reparaban en él. Con su espada se hizo camino, pero los siervos estaban dispuestos a morir, así que mató unos cuantos antes de llegar al centro. Allí estaba el enfermo, tirado en el suelo, convulsionando. Notó que a este no lo podía matar sin que su propia vida, y con él la de su reino, no corra la peor suerte. Alguno, más cuerdo que los otros, le explicó. Toda deuda contraída con ese poseído había que saldarla. Segismundo, apurado por la mirada de los siervos, llegó hasta su hermano y lo mató. ¿Qué iban a pensar los siervos si así no lo hacía?
[1] Consta en los archivos de Hessen que el conde fue perfeccionando este mecanismo. Primero echando a su mejer con la palabra, luego con el gesto que ahora relato, y posteriormente con sólo mirar la puerta. Llegó al colmo del refinamiento cuando fue ella misma la que miró la puerta y luego se retiró.
* Una confidencia: como otros colegas que tienen vuelo, suelo aburrirme con la escritura de cualquier cosa. La razón es muy sencilla, en este preciso momento ya pienso en otra idea para otro cuento o para otra forma de escritura (concretamente en la conclusión de un criptograma que dejé a medio hacer.) Y no es adecuado manchar la hoja con palabras condenadas al fracaso. Las últimas líneas de A primera sangre son las que acaba de leer, al menos las últimas que escribí. No obstante, sigua adelante con la lectura, ya que el resto fue plasmado con mayor detenimiento. Aunque yo no estoy tan seguro que en eso vaya algún mérito.
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