viernes, 4 de noviembre de 2011

El camino de la felicidad (Cuento)

El camino de la felicidad

A los nueve años Patricia fue feliz. Se había criado en un típico ambiente bucólico dónde la ignorancia germina tan espontáneamente como los campos que tenían sus padres: un hombre alcohólico y violento y ulna mujer paralítica y servil, muerta cuando ella tenía cinco. Como el perro que ama a su dueño, aunque lo alimente mal y lo golpee con impía, Patricia llegó a querer de buen grado a su padre. Pero un traumático suceso golpeó su vida.
El borracho cazaba liebres a modo de rutina (en esta clase de tipos todo es rutina) cuando se le escapó una bala calibre 32 que terminó en ulna pierna de su hija. Los médicos rurales dieron por improbable que vuelva a caminar y los vecinos, los cuales conocían la ineptitud del padre, pidieron la tenencia de la nena a manos de una honesta familia de la zona.
Un mes después, patricia llegó caminando a casa de sus nuevos papás. En poco tiempo pasó de la congoja por la pérdida de su padre (que nunca se preocupó por volver a verla) a la dicha de encontrar unos excelentes tutores. Sus días eran un jardín de felicidad y el tiempo hizo de sus tutores el amor más grande, al punto de llamarlos “papá” y “mamá”.
Pero con los años algo que parecía imperceptible se fue manifestando en la pequeña. El accidente que le procuró bienestar también le produjo una leve alteración mental, invisible a los ojos y muda al oído, pero palpable en la convivencia. Continuó imperturbable y, en un principio, la pena solo corrió por sus nuevos padres.
Cuando cumplió diecisiete  la desgracia pateó su alma. Su madre dio a luz y su hermanito le metió celos increíbles. En adelante los padres necesitaron que Patricia atendiese al bebé, ya que por fuerza mayor no podían estar en casa todo el tiempo.
Aquel día la despertó el llanto de la criatura, que venía de un ambiente contiguo (había preferido poner una pared entre ella y la cuna que tenía por obligación.) Se sentó en el lecho sin otra cosa que una profunda amargura y caviló de obrar durante unos minutos. Bruscamente se paró y caminó al cuarto del matrimonio. Abrió el cajón donde papá dejaba descansar el arma. Ahí estaba el fierro. En un ratito ya era una prolongación de su brazo. El peso del arma la asustó. Abrió el tambor del revolver: estaba lleno. El hermanito lloraba. Se sentó en la cama de papá y mamá, junto a la cuna. Lloró de histeria. Extrañamente dejó de llorar cuando sintió que esas lágrimas creaban un vínculo entre ella y el crío. El dolor era lacerante: “cualquier cosa por dejar el dolor”, pensaba en su desdicha. Escuchó la llave en la cerradura y supo que tenía que decidir. Ni bien los padres pusieron un pié dentro de la casa se escuchó un terrible balazo. Patricia se había disparado en una pierna.

                                                                                                          Noviembre de 2oo8

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