El último escalón.
Libertad y sus vestigios,
Más vale ponerse a salvo,
Muchos calzan gorro frigio
Solamente por ser calvos.
(Ricardo H. Iorio)
El pueblo alemán adoraba a Hitler. Adolfo Hitler era su Dios. Cierto que no era eterno, pero era todopoderoso y no había necesidad de demostrar su existencia. Así, todas las especulaciones filosóficas se tornaron irrelevantes y todas las irrelevancias especulaciones filosóficas. El color de la piel y la posesión del prepucio pasaron a ser asuntos de estado. Los libros que no estaban de acuerdo con la doctrina eran quemados por heréticos; los extranjeros por infieles y los libros nazis por superfluos, salvándose de la hoguera Mi lucha y algunos de Nietzsche, que si no estaban de acuerdo en un todo se debía al paganismo propio de otras épocas. Las verdades eran escasas y contundentes, fáciles de asimilar y democráticas en su propagación (porque cuando las verdades son pocas se comparten con mayor facilidad.). Se estaba fundando un imperio que debía durar mil años, y hubo quienes aseguraron que la cifra era tacaña, quizás porque no atendían a su sentido religioso, milenarista. Para llenar tanto tiempo se necesitaba multiplicar la raza, y se presentaron situaciones contradictorias hasta la carcajada, como la del jefe de las S.S Heinrich Himmler, quien puso tantas condiciones para ser considerado alemán que corrió el riesgo de quedarse solo.
Desde el triunfo del cristianismo todas las formas de organización social habían admitido que los hombres tenían deberes y derechos idénticos. Esa fraternidad, esa igualdad ha subsistido en las sociedades laicas y hasta en el ateo marxismo, que conserva los mismos postulados. Pero el nazismo descansa en la afirmación revolucionaria de la desigualdad de los hombres. Aunque los “verdaderos” nazis, como el ministro de agricultura y miembro de las S.S. Walther Darré, tampoco estaban de acuerdo con esto. Nacido en Buenos Aires, donde habitó hasta los catorce años, fue uno de los mayores ideólogos del régimen. En su libro Sangre y suelo afirma que a los alemanes les conviene el vocablo especie mejor que el vocablo hombre. Ser alemán era algo más que ser un hombre. De estas revolucionarias afirmaciones se derivaban otras, que no son difíciles de imaginar. Cuando me como un pollo, no siento culpa. Si ese bicho ha sido criado en condiciones infrahumanas, hacinado hasta la claustrofobia, será porque no es humano. A mi me resulta rico, y en eso se agota mi sentir. Para un verdadero nazi nosotros somos como pollos o como vacas. En ese megarrelato, la última expresión verdaderamente romántica que ha habido, el horizonte de la alemanidad era el horizonte del poniente, un atraso de mil años de historia. La ambición mayor era crear un mundo antiguo, lleno de alemanes y de esclavos (¿mascotas?)
Nuestro personaje no difería de la mayoría de sus contemporáneos, pero como individuo irremplazable que todos somos, tenía ciertos matices. Adhería a cualquier causa, a cualquier idea. No se hizo nazi por coacción, nadie lo tuvo que empujar. Censuró, delató, señaló, todo según se lo ordenaron, y podemos decir que su conducta se limitaba a obedecer. Defender la libertad del individuo se le ocurría una idea tonta. No así la defensa de su ideal, el ideal de la libertad, que todavía no vislumbraba. Matar, destruir, violar, intimidar por esa causa no estaba fuera de sus planes. Pero, como era nazi y no uno de esos grupos que mezclan la ecología con la pornográfica violencia, dejó aletargado en el fondo de su corazón tan hondo ideal.
Los grados, los escalafones, las jerarquías lo eran todo para él. Primero Alemania – podría haber sido Nueva Guinea — después, el partido— que era lo mismo que Alemania – después la iglesia – que era lo mismo que el partido --, luego la familia, y por último… y por último él. Extrañamente tenía nombre propio, Hans, cosa que no dejaba de sorprenderlo. (Si su nombre hubiera cobrado algún tipo de sustancia se hubiera entregado con pasión a su causa.)
Formaba parte de las S.S., el cuerpo de choque presidido por Himmler, al cual había accedido, como era de rigor, luego de un exhaustivo examen de belleza física, poder muscular y de haberse comprobado su pureza de sangre germana hasta su tatarabuelo, entre otros requisitos menores, como el de concederle la vida al fuhrer y abdicar de la propia. Por las mañanas se dedicaba a golpear a personas de toda edad y género; por las tardes se distraía en el secuestro de prosélitos de otras razas; por las noches se dolía con la eutanasia de los peores miembros de su raza; y por las noches se aplicaba a la multiplicación de lo mejor de su raza por medio de la eugenesia, para lo cual disponía de un centenar de bellas rubias, no menos exhaustivamente seleccionadas que él,
Himmler había impuesto un criterio de selección tan estricto que hacía de los miembros de las S.S. las personas más orgullosas del Reich. No deja de llamar la atención que, lejos de sentirse humillados, degradados en su condición humana al nivel de bestias, ostentaran dicha negación como el más alto prestigio a que un humano podía aspirar. Fueron las primeras víctimas del régimen, como Hans, quien un día lloró la ausencia de su madre pero se contentó al notar el espíritu de sacrificio que eso implicaba, como el monje que se flagela para no sucumbir a la tentación y solo ve un beneficio en eso. Porque tanto el monje como Hans fueron educados en un microuniverso, con todo el peso y la culpa que puede tener una educación, y habría que ver hasta qué punto nosotros mismos no estamos gobernados por aquello que nos enseñaron.... Cuando un pensamiento que se aprende se interioriza y empieza a fluir como si de algo natural se tratase, no hay dudas: influirá en nuestros sentimientos, se hará sentimiento y finalmente estaremos perdidos, aunque ese pensamiento que aprendimos sea bueno. Pero, afortunadamente, esta es la historia de Hans y de la posibilidad – o no – que todos tenemos de redimirnos.
Como estaba acostumbrado a obedecer y no a mandar, cuando lo ascendieron al penúltimo rango de las S.S., se sintió tan gratificado como confundido. Le explicaron que sólo se tenía que limitar a hacer cumplir ordenes, igual que antes, con la única diferencia de tener que hacer cumplir esas ordenes a sus subordinados. Si se presentaba algún caso de insubordinación tenía que denunciarlo, y ellos ya le dirían como debía proceder. Le aseguraron que la tarea era fácil, que cuando se presentara el primer caso debía actuar de manera idéntica con los sucesivos. Era un impresionante ahorro de energía mental y una gran aplicación de la voluntad a los fines más elevados (a los fines más elevados del escalafón, a los fines del Fuhrer.)
Derrochando disciplina y esmero llegó a ocupar el segundo puesto de las S.S. en la región de Baviera. No lo sospechaba, pero en eso iba su vida; en ser el segundo. Emular al jefe y ganarle el terreno no eran parte de su personalidad. Tal tarea implicaba serios riesgos, una actitud sediciosa que descartaba por comunista, un derroche del pensamiento a tal fin, y una responsabilidad mayor y más abstracta. En efecto, su superior ya no residiría en el despacho de al lado, sino en otra ciudad o en otra región. Sus errores de ahora, aunque escasos, podían ser censurados inmediatamente y hasta advertidos antes del echo. Las personas nacen para ser número uno (aunque no lo logren) o para ser un número cualquiera (aunque no se resignen). Hans era un caso raro; había venido al mundo para ser el número dos, y quizás por la falta de contendiente, siempre lograba su cometido.
Por eso cuando perdió el empleo se debió a la falta de sentido común y no a las mayores pretensiones en la jerarquía. Su tarea consistía en detectar entre los aspirantes a formar parte de las S.S. un posible ancestro de sangre impura, pero no fue muy sagaz en esa empresa. Según parece había elevado el pedido para investir con el glorioso uniforme a alguien inepto. Su jefe lo mandó llamar.
__ Usted se ha equivocado, Hans.
__ Mejor que me equivoque yo antes que se equivoque el Fuhrer.
El jefe, que era un hombre inteligente pero cuya cerrazón le impedía abrirse, hizo una pausa y luego dijo.
__ El Fuhrer nunca se quivoca. __ encendió un cigarrillo, lo cual demostraba de por sí una amplitud de criterio desusada por aquellos tiempos, y agregó.__ ¿Por qué considera que es mejor si usted se equivoca a que se equivoque el Fuhrer?
__ Si yo me equivoco, me perjudico yo solo. Si Hitler se equivoca, nos equivocamos todos.
__ Si yo acierto, usted no acierta. Si Hitler acierta, acertamos todos.
El jefe parecía defender la posición de Hobbes, por la cual el estado es un organismo vivo que merece tener una sola cabeza antes que muchas, aunque más no sea para preservar la coherencia, incluso en el desastre. Como Hans no respondía, el jefe lo quiso obsequiar con alguna frase ampulosa.
__ Amo a mi patria. Amo a mi hijo y daría la vida por él.... – Y cayó el final del silogismo para que Hans lo reponga y para tapar de alguna manera el nivel escandalosamente pueril del diálogo.
Poco después encontramos a Hans trabajando para el servicio de inteligencia. No le fue difícil conseguir el empleo. En realidad se lo terminaron por ofrecer. Lo venían observando desde tiempo atrás. Hacia preguntas inconvenientes, tenía un amigo judío y no se lustraba los zapatos. Decidieron que la mejor manera de tenerlo vigilado era tenerlo cerca. Le dieron un puesto importante, como para ponerlo a prueba. Debía reportar las actividades desarrolladas por miembros prominentes de la comunidad judía. Hans cumplió adecuadamente con todo y con el tiempo llegó a destacarse al denunciar a su amigo judío, quien había amasado una suma importante de dinero, todo lo cual demostraba que abrigaba malos pensamientos. Contrariamente a lo esperado, Hans tenía sobrados méritos para ser parte del servicio de inteligencia (especialmente carecer de inteligencia), o al menos esto era lo que su superior pensaba.
En realidad pasaba otra cosa. Para ser nazi había que ser un tonto, pero Hans era demasiado tonto como para ser nazi. Tenía una sinceridad y una inocencia de características infantiles. Lamentablemente era sometido a juicio por unos simples tontos para quienes su conducta resultaba francamente desconcertante, y por lo mismo, cercana a la genialidad. Como los extremos se tocan, puede ser que nuestro protagonista conjugara rasgos geniales con apreciaciones propias del débil mental, como lo demuestra el siguiente caso.
Hans trabajaba en los archivos del servicio, donde cada adversario del partido y cada miembro del partido estaba rigurosamente fichado. Esos expedientes estaban al día en todos los aspectos: actividad política y profesional, familia, amistades, domicilios y refugios posibles, pasiones, debilidades, todo tenía allí cabida, y hasta un judío como Kafka o un ciego como Borges se hubiesen sorprendido de ello. Escaleras, pasadillos, túneles, todo parecía un caos ordenado (como la misma sociedad, que era una rara mezcla de disciplina y arbitrariedad) pero donde los entendidos como Hans encontraban con la mayor facilidad tanto una escalera como un libro y dentro de este la referencia detallada de cualquier individuo. Todo esto con más velocidad que la Internet.
Cierta vez se presentó en la oficina del jefe del servicio de inteligencia, de quien Hans había llegado a ser su segundo.
__ He sido parte de las S.S. y he seleccionado y engendrado lo mejor de nuestra raza.
El jefe, que no entendió más que lo que usted ahora, le pidió que se explique. Y nuestro protagonista agregó
__ Yo sé lo que es un alemán
El otro se revolvió en su asiento, quizás porque siempre quiso saberlo. Pero Hans continuó antes que el jefe asumiera la incómoda tarea de preguntárselo.
__ Ayer le pasé una directorio con todos los agitadores comunistas de Baviera.__ he hizo una pausa antes de continuar __ Practiqué una revisión del árbol genealógico de cada uno de ellos y encontré diez mil que son alemanes de pura sangre, tanto como cualquier miembro de las S.S.— suspiró antes de dar un veredicto – Hay diez mil miembros de las S.S. infiltrados entre los comunistas. Debemos preservar esas vidas.
De más está decir que la intención de Hans no era salvar vidas, sino contribuir lo mejor posible con el régimen. El jefe trataba de mostrarse impasible, pero no se sabía mostrar. Sus ojos recorrían la habitación con suma serenidad, pero lo hacían en direcciones opuestas. También lo denunciaba el silencio, que para colmo había impuesto su inferior, tal vez a la espera de un aplauso. Apremiado, se tuvo que pronunciar.
__ Alguna razón tiene usted.__ y, más tranquilo, se sentó a recapacitar.
El jefe tuvo unos de esos momentos de valentía que solamente el inteligente puede percibir. Son las valentías del espíritu y de la razón, porque a veces hay que tener mucho coraje para razonar aquello que nos puede llevar a conclusiones desapacibles. Se paró, y caminando de un lado para el otro, reflexionó en voz alta.
__ Si fue miembro de las S.S. – dijo – no desconoce que se practica la eutanasia de personas con síndrome de down y de niños contrahechos... y que muchos de ellos tienen pura sangre germana.__ se tomó el tiempo para sorber el cigarrillo antes de continuar __ Usted debería conocer que la eugenesia consiste en el perfeccionamiento de nuestra raza.—y se puso triste – y que acaso yo mismos no sea óptimo.—se volvió a sentar, para confesarse – En su momento fui rechazado de las S.S. por tener un abuelo impuro. Mi espíritu de abnegación y sacrificio me hicieron superar esos contratiempos y llegar hasta este escritorio— lo miró fijo --- Pero escuchándolo a usted puedo estar contento por haber sido rechazado. Si nuestra raza tiene contrahechos y comunistas, no puede ser la mejor.
__ No es la mejor... es la menos mala.__ dijo Hans, superándose – la eugenesia posibilitará que seamos la mejor – remató, demostrando que no era su intención superarse.
Lo pusieron de patitas en la calle, más por lo que había escuchado que por lo que había dicho. Tuvo suerte. El jefe podría haberlo denunciado, y con eso, demostrar que un alemán de pura sangre y ex S.S. podía ser asesinado sin más.
Como nadie lo mató, lo ultrajó, o lo condenó al ostracismo, seguía teniendo una foja de servicio impecable, motivo por el cual no tardó en conseguir empleo en un lugar privilegiado: la redacción del diario Deustchejugen, que difería de los otros en nada. Tempranamente repararon en la habilidad que mostraba en detectar los mensajes velados, poco ortodoxos o mezquinos, y lo ascendieron a subjefe de redacción, que era su máximo anhelo. (Si había alguien mejor como censor se debía al hecho natural en él de delegar el primer puesto en otro.)
El día que Goebbels ordenó la quema de libros, Hans tuvo una tarea mayor; detectar cuales eran probos y cuales eran ímprobos. La actitud mostrada en esa jornada demostró un progreso en su alma. Le asignaron quinientos libros para leer, y los leyó a todos – lo cual demostraba su ingenuidad – y los condenó a todos—lo cual confirmaba su ingenuidad. Pero lo más notable fue el motivo que guiaba sus actos. Muchos de esos libros le resultaban plausibles o al menos, paradójicamente, una muestra irremplazable de lo que no se debía leer. No obstante, el motivo de su condena, que no discernía entre un Montaigne y un oscuro ermitaño de Konigsberg, residía en la autopreservación, en la certeza de que perdería el trabajo de no comportase de esa manera, lo cual seguramente había aprendido de su anterior jefe. Ya no pensaba en el Fuhrer, sino en sí mismo, lo cual era un progreso.
Pero, a pesar de todos los recaudos, Hans perdió el trabajo, porque así como no hay ley que ampare a los boludos, cuando la ley falta, los boludos tampoco son amparados. Continuó censurando como de costumbre, pero la anulación progresiva de todo adversario le ahorró trabajo. Un día censuró dos páginas, dos semanas después censuró una, y con el tiempo su trabajo se redujo a unos pocos renglones. Las cosas andaban asombrosamente bien, pero Hans no sabía apreciar lo bueno. Cansado de tener que dormir durante el trabajo, se presentó en la oficina de su jefe, y le habló de esta manera.
__ Ya no hay nada para censurar.
__ ¿Cuándo hubo censura? – Ironizó el jefe.
Hans insistió y, naturalmente, como ya no había nada que censurar, perdió el trabajo.
Cuando los muertos en combate se acumularon tuvo la oportunidad de rehacer su vida como soldado. No era lo suficientemente joven para matar o morir, pero la porción más joven de su raza había sido exterminada y tuvieron que hacer uso de incompetentes como él. En el preciso momento en que los rusos asomaron por el naciente, tuvo una idea que ilustra a la perfección tanto su progreso moral como su miopía para acertar en el blanco del buen razonamiento (si es que alguna vez los razonamientos pueden llegar a ser buenos.) Estaba apostado en las afueras de Leipzig, sobre un promontorio desde donde dominaba todo el paisaje del este. La ventaja era estratégica, pero el enemigo tenía un número abrumador que desde el promontorio parecía incrementarse. Pudo ver a la distancia como el ejercito soviético, luego de tomar una población aledaña, pasó por las armas a todos los hombres y por el reproductor a todas las mujeres, mezclando sus imperfectos genes. “Me dejaré morir”, se dijo. Pronto cambió de parecer, y quizás era la primera vez que cambiaba. Ahora no se iba a dejar morir, se haría el muerto, y ya encontraría la forma de recuperar la vertical. Y así fue como se quedó aletargado, boca abajo, abandonando su cuerpo por un largo rato. Al otro día, cuando lo estaban enterrando vivo, se delató. Los rusos sintieron vergüenza ajena y, a falta de algo mejor, se lo pasaron por el reproductor.
Corto tiempo después, tuvo que huir. No pudo elegir, y terminó en Argentina. El peronismo guardaba reminiscencias del pasado, y no le fue difícil adaptarse. Se afilio para adoptar la nacionalidad. Luego alguien le aconsejo cambiar su nombre. Hans aclaro.
__ Preferiría no tener ninguno. He guardado registro de millones, y el error más grande que compartían era la posesión de un nombre, lo cual facilitaba la identificación. Como los libros que quemé, da lo mismo que algo tenga o que no tengan un título.
Indudablemente Hans era un tipo problemático. Cuando una mujer, que trabajaba en la Fundación Evita, se enamoró de él, no tuvo mejor idea que ser sincero y relatar su pasado. La infeliz rindió cuanta a las autoridades de todo lo que había escuchado y, extrañamente, fue ella la que perdió el trabajo. Nuestro protagonista creyó ver en esto una demostración de enojo, pero no sospechó que el problema era el género. Con el tiempo la sospecha lo llevo a la misoginia, y fue así que decidió desvincular su vida de la otra mitad del genero humano.
Decidió hacerse fanático de Racing. Ese gusto por la derrota, por la exaltación del fracaso lo inclinaron naturalmente.. El estadio de Avellaneda lleva el nombre del general; el enemigo era Independiente. ¡¡¡Independiente!!!.. También tomaba la forma de una religión. Podía ir en peregrinaje a otros estadios, quemar otros estadios, robarle banderas a los enemigos, matar enemigos y, eventualmente, reconciliarse con otros credos manifestando que el único enemigo es el árbitro. Para Hans fue un avance, sin dudas. En su vida se daban cita ciertas cosas del pasado con otras del futuro. Uno podía dejar de ser de Racing y seguir siendo socio del club, aunque con la única condición de declararlo en voz baja. Al referí se lo debía odiar, pero, paradójicamente, se debía acatar fatalmente todas y cada una de sus órdenes. Quizás La guardia imperial estaba llena de negros que dejaban mucho que desear, pero no se podía negar que habían elegido un hermoso nombre para la barra brava y tampoco se podía negar la entrega que ponían en la defensa de la causa, del equipo y de los colores. El partido volvía a ser lo más importante en su vida. Sin embargo, como razonaba el filósofo, “partido” se dice de muchas maneras, y aunque Hans aún no cultivaba estas excentricidades de lo humano, ya la vida lo estaba acercando a Aristóteles. Sus razonamientos eran precarios en un principio. Eran inteligentes, sin duda, pero no guardaban ni una pizca de verdad. Pensaba; la gente puede ostentar el color de su camiseta y defenderla hasta la muerte, pero te castigan con la muerte por ostentar y defender el color de tu piel.
A poco se hizo fanático de Hermética, una agrupación de músicos desalineados y sucios que tocan temas alegres con letras tristes y cuyas ideas, de discutible realización, anidan en un club de fans, de donde, fiel a su naturaleza, llegó a ser número dos. No tenía la grandeza wagneriana del nazismo, la maza de Perón o la multitud de Racing, pero eran bastantes. Guardaban un disconformismo en el cual comulgaban sus miembros, no menos apestosos que los líderes. (Tal vez la ausencia de mujeres lo estimuló para pertenecer.) Hans, que estaba aprendiendo a pensar, reparó en la conducta de sus compañeros. La comparaba con la que adoptaban sus anteriores colegas de especie. Allá le habían enseñado que uno es importante. Cierto que había que anularse en la masa. pero una procesión militar, no podía prescindir de él, se hubiera notado un agujero en la procesión, el segundo de la fila de la derecha está ausente, y se nota, de la misma manera que reparamos en la presencia de nuestros zapatos cuando ya no nos dejan caminar. Uno era necesario, uno existía cuando faltaba o fallaba. Acá era otra cosa. Los pibes se subían a los hombros de los otros, ellos querían ser los protagonistas, y en algún sentido competían con los que ladraban en el escenario. Recordó las banderas de la tribuna, que publicaban el origen de los hinchas, con la deliberada intención de manifestar su procedencia y así destacarse del resto. Recordó que en los mundiales estos mismos argentinos son los únicos hinchas que, más allá de su común nacionalidad, exhiben la remera de su club de fútbol, marcando la diferencia incluso sumado a lo anterior: una bandera de Racing que reza “Cachito, de Pilar”. Se trataba del otro extremo del espectro, tirar la basura en la calle era un ejemplo elocuente de la necesidad de trascender de gente sin importancia (que habían nacido para ser un número cualquiera.) Si no era tan patético como aquello se debía a la intrascendencia natural del país, a que nadie se había dado cuenta de su existencia. Quizá, pensó Hans, un reconocimiento póstumo atenuaría esta conducta tan aberrante.
Se cansó de romper los asientos de los trenes y se metió en cualquiera. Para salir se afilió a un grupo que aglutinaba resentidos bajo la hoz y el martillo con el único fin de rehabilitarse. Eran pocos pero buenos, pensó. Era como estar arriba del escenario, eran cinco. Así conoció a León. Hans lo detestaba porque siempre andaba triste y malhumorado. Le hablaba de las cosas más horribles que pensar se pueda: de la tala de árboles, del hambre en el mundo, de la desnutrición infantil, de la esclavitud encubierta, de los genocidas sin condena, de la polución, de la prostitución, de las diversas formas que asume la pobreza, de la marginalidad, en fin... de Boca. Esa persona no se contentaba consigo misma ni con el silencio, que consideraba cómplice de vaya uno a saber qué, y trató vanamente de seducir a Hans para volcarlo a su causa, obligándolo a asumir responsabilidades dudosas y cercanas al matrimonio: “tenés que comprometerte con la causa”, le había dicho. Pero, como se sabe, no es buen seductor el que nunca sonrie.
Corrió tras una idea postergada en el fondo de su corazón; “la libertad”. No fue fácil. Sintió como si estuviera profanando el músculo. Sintió que era indebido. Sintió un paro cardíaco, la sangre vacía. No era poeta – la sangre vacía se llama plasma – pero al menos sentía otra cosa. Tal vez aquella noche que había pasado aletargado, abandonando su propio cuerpo hasta mostrarse indolente ante la adversidad, le había enseñado a buscar lo bueno de la vida en el aislamiento y seguramente le había ganado la idea de que nuestro cuerpo es el uniforme que comparte el ser humano. La verdadera diferencia estaba adentro, y Hitler y todas sus otras pasiones le habían enseñado que tratar de buscar la uniformidad en el espíritu siempre termina mal. Le había llegado la hora de pensar con coraje, de demostrarse que era valiente. Puso su cuerpo junto a la hoguera, que anulaba el invierno, y se dedicó a leer su biografía, lo cual lo sumió en una profunda reflexión que sólo abandonó cuando la reflexión lo dejó a él, invirtiendo el orden que eligen los mediocres y los cobardes. Con esa lectura Hans pudo sentir que evolucionaba. Primero había pensado que era mejor que nada existiera. Después había pensado que bastaba con que esa anomalía de nuestro planeta que llamamos vida no existiera para que las otras cosas tampoco existieran. Luego pensó que lo único necesario era que el hombre no existiera para garantizar que lo otro corra la misma suerte. Finalmente sintió que si él mismo no existía nada podía existir. Era un razonamiento perfecto, pero adolecía de incomprensión, y hasta hubo idiotas que llegaron a tildarlo de romántico.
Se aisló. Fue feliz, pero nadie lo entendía, ¿Para qué?... se había convertido en un absurdo para los otros: el último escalón en la pirámide de la dignidad humana. Sin familia, sin amigos, sin compañía, sin adhesión de ningún tipo, sin edad. Una especie de nazi radicalizado, un Zarathustra que no procura tener discípulos, ni uno sólo, y que por lo tanto no escribe libros ni predica imposibles. Hans tomó su propia biografía y la echó al fuego. Cuando las llamas evaporaron las hojas ya nada quedó de él.
Primer final:*
Tenía la certeza de que había acertado al menos una vez en su vida, pero estaba en un error. Quienes ahora esto leen no sospechan que pierden el tiempo leyendo algo que llevan adentro, que engendran, que siempre nace, vivo o muerto, y que, si dios existe, merecemos ir al infierno, todos. Si se buscan soluciones es porque hay un problema (y ahora siento que los razonamientos pueden llegar a ser buenos) Terminar con el problema es terminar con la búsqueda de soluciones.
Final definitivo:
Si Hans existe es posible que lo encontremos trabajando como crítico de literatura de segundo orden, buscando, disponiendo y asumiendo todos los roles posibles que están inscriptos en cada alma, seguramente próximo a perder el empleo. Pero esta interpretación es insatisfactoria para los que, con temeridad, vamos hasta el fondo de los razonamientos. Hans es solo el producto de mi fantasía, y espero haber conseguido que también lo sea de la suya, que es mi mayor anhelo. Pero como fantasía, es un ideal, aunque a él no le hubiera gustado y a mi me parezca decepcionarte. Lo que acabamos de compartir es solo el pensamiento de Hans, que yo me encargué de crear. Y si no existe tenemos que atender a lo único en él que tiene algún tipo de existencia; sus razones. Postreramente parece haber decidido no existir para que de esa manera nada exista para él, y eso me incluye, Ha aprendido a prescindir de todo, incluso de su creador, y con él, de todos los que ahora esto leen, dando por tierra con mi mayor anhelo.
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