La dedicatoria.
A Oscar.
(Alguien de adentro)
Es conocida la anécdota. Beethoven le dedicó a Napoleón su tercera sinfonía., y lo hizo en los términos más elogiosos, bautizándola como Heroica. Como todo europeo culto y optimista de la época, el alemán era idealista, era francés. Tal vez era más francés que un francés, pues no conocía Francia y no hablaba francés, aunque aseguran que lo intentaba. Este idealista avant l’ lettre (la anécdota es más conocida que la anterior) renegó de Napoleón cuando este bombardeó Viena. Estas bombas no eran ideales – aunque los artilleros de Napoleón así lo aseguraban --. Entonces corrió con desesperación para anular la dedicatoria, aunque, con este acto, no hizo más que confirmarla. Las bombas de Bonaparte hicieron mucho por su sordera e incrementaron e incrementaron su idealismo (ahora tampoco podía escuchar el francés.) Su música, inaudita, también ganó fuerza en este terreno,[1] y el primer movimiento de la quinta sinfonía supera en patetismo a las bombas de los galos – o eso al menos es lo que se espera que uno diga –, ya que hoy se puede vivenciar igual que ayer. Con el tiempo se hizo más viejo y más cauto, dedicando sus obras a personajes que no tenían luz propia, como las variaciones que inmortalizaron a un tal Diabelli. Ya de anciano dedicó su vida al cuidado de su sobrino, un vulgar patán que no lo merecía. Fue a este chulo a quien Beethoven refirió la verdadera historia de su tercera sinfonía. En esta carta que permanece inédita, el sordo le manifestaba al enano.
“Dedico esta, mi tercera sinfonía, a vuestra excelencia; garantía de futuro, aires de la libertad, sueño que se despierta, norte del mundo, confluencia de anhelos.”
Cuentan que Napoleón no tenía oído musical, y que por otra parte no iba a perder un segundo averiguando si tal obra estaba programada en un tiempo razonablemente breve como para no olvidarla antes. Pero la verdadera historia dice otra cosa. Creyó que se trataba de un poeta, y que, se dejaba ver, ese poeta era muy malo. No dudó un segundo: “tercera sinfonía” era una alusión a su tercer poema, “y hacen falta muchos poemas para hacerse de un nombre”, pensó. Tiempo después, cuando llegó a Viena y Beethoven ya era Beethoven, recordó aquel error. Llamó a su edecán y le preguntó qué era de su vida. Le dijo que ganaba poco pero que le alcanzaba para asistir a la opera. Napoleón amonestó a su empleado por no aplicar el oído como corresponde, y el este entendió que esa censura lo privaba automáticamente de una mejora salarial. El edecán le informó.
__ Dice que es indigno de un artista inmortal dedicar a un mortal emperador (en los dos sentidos) una cosa tan elevada. Y todo esto lo divulga a los gritos, pues debes conocer que es sordo.
El emperador no podía discernir si eso era verdad o si el edecán se estaba tomando revancha. Accidentalmente podía ser ambas cosas pero, ¿cómo saberlo? Finalmente dijo.
__ Ve con él y tráelo en mi presencia. Pero… si no vienes con él, no vuelvas.
Al otro día, un nuevo edecán, asesorándose debidamente del tema, le dijo las mismas palabras que su antecesor y ex colega. Enojado, Napoleón le ordenó redactar una carta.
__ Sabes el alemán – Lo provocó.
__ Si, señor – Dijo el empleado, seguro de retener el puesto al menos por un día.
En esta otra carta, también inédita, dice Napoleón.
“Dedico este, mi imperio, a vuestra excelencia; garantía de futuro, aire de la libertad, sueño que despierta, norte del mundo, confluencia de anhelos.”
Demostraba así cómo el inmortal músico, y con él todos los artistas, quedaban en ridículo al compararse con un emperador. Ese es el motivo de que la carta permaneciera tanto tiempo inédita. La primera iba contra la voluntad del músico, y debemos su preservación a la negligencia del sobrino, que la olvidó en un cajón. La segunda va en contra de casi todo el género humano que obstinadamente se niega a aceptar que el poder de un hombre puede ser superior al poder del arte. Son indudablemente poderes de naturaleza diferente; el buen arte alimenta la vida y la mala política la suprime. Y es sabido que, por más idealistas que sean los hombres, son dominados antes por el temor que por la poesía.
[1] El término correcto es inaudible, pero no guarda el sentido del chiste y del elogio en la misma línea.
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